martes, 26 de abril de 2022

Bibliografía de y sobre José Iglesias Benítez: "Revelaciones" (III) (Artículo)

 Autor:
Pablo García Jiménez

José Iglesias Benítez: Revelaciones.
Institución Cultural «El Brocense»
Cáceres, 2007
Revista "Alcántara", 69
Pagina, 155

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El latido verbal de José Iglesias adquiere en este poemario un rigor hacia el que no ha dejado de volar desde su primer libro. Cada palabra es un prejuicio, afirma Nietzsche en uno de sus geniales aforismos. Sí, así es en este poeta: el prejuicio de quien toma partido por el amor, la fortaleza del débil, la ira del manso, la compasión del que ha meditado, la máscara del poeta que un día lejano vivió una fe. También es de Nietzsche aquello de que toda palabra es una máscara.

Quiero subrayar con alguna extensión dos poemas de este libro refiriéndome seguidamente a ellos de modo singularizado, sin que de esta elección se derive otra cosa que mi particular y lícita predilección.

El primero, Justiniano, en presencia de Procopio, evoca a Teodora en un club de carretera, es una formidable parábola dotada de una espléndida arquitectura estrófica que reparte los tiempos en un equilibrio mágico, generando plusvalía expresiva con un rigor casi matemático. Es resultado de una palabra rigurosa, una adjetivación subjetiva, una gradación ascendente en las anáforas. 

El monólogo turbio del espantajo y sus inútiles interrogaciones nos ciegan toda respuesta. Prejuicio y máscara: la palabra. ¿A qué recurrirá el poeta para reconducirnos a un espacio libre de culpa? Y el poeta introduce a un actor secundario que, tal vez, acaba erigiéndose en el protagonista del poema: el barman. El fragmento que atañe al barman en este poema es, a mi juicio, de lo mejor que ha escrito José Iglesias.

El segundo poema se titula Café-jazz, una perturbadora cinematografía de la soledad en blanco y negro donde este poeta de henchida soledad y palabra nunca en vano afila la mirada y aguza el oído declarándonos que la soledad es un estado y no una ubicación, que puede uno estar solo en medio de los demás, atrapado en sus espejos, misántropo de sí propio y en permanente espera. Sale, entrada la noche, a dar fe de la desesperanza pura y dura donde anidan las risas, las palabras, el tintineo de los vasos, la densidad del humo, la voracidad del tugurio, la semiluz de quienes no quieren ver. Y el jazz. De los pies a la cabeza el poeta se inunda del líquido cristal en la ciudad impura y vierte todas las soledades en tercera persona de manera que toda posible salida sea una mera especulación. 

Donde no hay salvación para el tercero, ni el tú ni el yo han de escapar indemnes. El texto que nos ofrece es descarnado y letal. Descreído y, al tiempo, fedatario de no sé qué ritual quasi religioso. Nos hace participar en la musical premonición de una muerte irremediable/que aguarda al corazón desamparado para, después de todo, regresarnos a la orfandad de la calle muerta y fría, a deambular la sombra de Dios, la negación, la noche. 

Hay no obstante en este inmisericorde poema (cruzado a veces por ráfagas de luz inesperadas, tal el brillo de la antracita, del azabache, que seguirán negros tras el casual resplandor) un punto o nexo o leitmotiv ajeno al nihilismo circundante, un inocente ambientador de la desordenada noche urbana: la música de jazz. De esta música nos dice el poeta que moja los sexos del mismo modo que moja la nostalgia, que no es desesperanza sino saxofón, trompeta o piano –¿furioso?– que deja que el alma se eleve como el humo

(sigue...)


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