Autor:
Capítulo primero
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
93 páginas. + 1 hoja.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 675.
Cubierta: Sampere.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 60 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, octubre de 1983.
Con índice bibliográfico: bacte827.
25p.
(BE-1981)
Capítulo primero
Si Lorna Fynes formaba parte de aquella arriesgada expedición, no era simplemente por amor a la aventura.
Se dirigían a la Antártida y ella odiaba el frío.
Nacida en las templadas tierras de Alabama, Lorna amaba el clima benigno, la vegetación exuberante, las largas tardes de verano y las melodías sureñas.
Pero ahora su proyecto estaba claro: matar.
Ansiaba matar a un hombre, lo deseaba con toda su alma.
Sólo tenía veintitrés años, pero su corazón estaba lleno de rencor.
Por supuesto, Loma era consciente de que iba a pagar un caro precio por cumplir su venganza.
Sencillamente: se arriesgaba a morir ella también.
El poderoso Airmaster se dirigí a a la Antártida.
El gran pentarreactor experimental descendería verticalmente sobre los hielos eternos del Polo Sur y el equipo de hombres y mujeres que viajaban a bordo llevaría a cabo toda una serie de dificultosas pruebas: desde resistir un año entero sin ayuda exterior en medio del Antàrtico, hasta el análisis electrónico del subsuelo en busca de yacimientos minerales y de hidrocarburos.
Naturalmente, numerosas naciones tenían intereses en la misteriosa, inexplorada y fría Antártida.
Aunque la posesión del continente helado fuera compartida, diversos países poseían ya estaciones de observación, servicios meteorológicos e incluso asentamientos de pesquerías y otros negocios muy prósperos.
La misión de la que formaba parte Lorna Fynes era muy complicada y... delicada.
El programa venía gestándose desde varios años atrás. En él habían participado ingenieros, geólogos, expertos en supervivencia, en estrategia, psicólogos... Un equipo, en fin, formado por varios centenares de personas, que habían trabajado en secreto durante mucho tiempo para poner la misión a punto.
El mismo avión en que viajaban, el sofisticado y poderoso Airmaster , había sido diseñado, calculado y sometido a rigurosas pruebas en absoluto secreto. Y precisamente en una de las bases más seguras de los Estados Unidos de América.
La misión la integraban treinta hombres y mujeres seleccionados entre militares y personal civil dependiente del Estado.
«Quince hombres y quince mujeres —pensaba en aquel momento Lorna Fynes—. ¿De quién partiría tan peregrina idea?»
Por supuesto, de los trabajos de un escogido grupo de psicólogos.
¿Imaginarán nuestros jefes que hombres y mujeres nos vamos a enamorar locamente a setenta grados bajo cero?, se preguntó con àcida ironía.
Nadie les había explicado los motivos de aquella equilibradísima proporción de sexos. Los psicólogos casi nunca dan explicaciones acerca de sus enrevesados acuerdos.
Lo cierto era que la edad media de los expedicionarios no rebasaba los treinta y cinco años.
Había personas muy jóvenes, como la propia Lorna, que acababa de cumplir los veintitrés años.
El mayor de todos era el geólogo William Starkey, que tenía cuarenta y dos. Pero la mayoría no habían cumplido los treinta y cinco años.
También había una curiosa mescolanza de razas, aunque los que imperaban era los WASP (1 [1] ).
Rusel Pollard, por ejemplo, era un WASP.
Pero había cinco personas de raza negra —Lorna era una de ellas—, tres hawaianos, tres chino-americanos, e incluso un piel roja, John «Red» Larkins.
La mayoría de aquellas personas llevaban la aventura en la sangre. Otros iban a la Antártida para olvidar problemas personales insolubles, e incluso había quien formaba parte de la expedición por el señuelo de la crecida cantidad de dólares que iban a ganar a lo largo de aquellos doce meses.
Como hemos dicho, también había una persona cuyo único motivo era matar. Y ésta era la doctora Lorna Fynes, que se había sometido a las pruebas selectivas después de terminar su internado.
La persona a la que odiaba con toda su alma no era otra que Rusel Pollard, el piloto-jefe de la aeronave Airmaster .
De todas formas, Lorna no podía negar que Pollard tenía un aspecto muy distinguido. Y —es obvio— era rubio, tenía los ojos de un color azul intenso y medía casi dos metros.
Durante los meses que habían convivido los miembros de la expedición en la distante Base de Alaska, Lorna jamás le había visto participar en otros actos comunitarios que aquellos estrictamente oficiales.
Pollard no reía, no jugaba, no bromeaba, no bebía en compañía.
En cuanto terminaban las horas dedicadas al adiestramiento o al aprendizaje de técnicas especiales, Pollard se recluía en su cabina y nadie le veía hasta el día siguiente.
Conscientemente, Pollard rehuía a los demás y se apartaba de todos.
¿Por qué, entonces, le habían elegido jefe?
El general Tamblyn, director del programa, había propuesto a los treinta hombres y mujeres que ellos mismos eligiesen a su jefe y a otra persona que cumpliría esta misión, en el caso de que el primer designado, causase baja por accidente, enfermedad o... muerte.
Era curioso.
Nadie diría que Rusel Pollard poseyera carisma entre sus camaradas. Pero debía tratarse de un líder nato, puesto que había sido elegido jefe de la misión por una aplastante mayoría de votos.
Recordando esto, Lorna rió sarcàsticamente.
Porque se daba la circunstancia de que también ella había escrito el nombre de Pollard en la papeleta de voto.
¿Por qué lo había hecho, si odiaba a muerte a aquel individuo?
Ni Lorna misma entendía aquel impulso.
Probablemente, lo hice como compensación. Puesto que ha de morir muy pronto, que goce del poder hasta que le llegue la muerte.
Sí. Lorna estaba firmemente dispuesta a llevar adelante su plan hasta las últimas consecuencias.
Aunque le costara la vida.
Naturalmente, si se había enrolado en la dificultosa misión que tenía como objetivo la Antártida, era con el único fin de eludir su responsabilidad por el asesinato de Rusel Pollard.
¿Asesinato?
Lorna entendía más bien que su muerte constituiría una ejecución: en su concepto Pollard merecía...
(...)
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