miércoles, 16 de junio de 2021

Novelas de bolsillo de Autores Extremeños: "Nido de monstruos" (Ciencia Ficción)

 Autor:
Kelltom McIntire.

Barcelona, 1977
Ed. Bruguera.
95 páginas. 

Colección: "La Conquista del Espacio", nº 496.
Cubierta: Alberto Pujolar.

Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 25 pesetas.

El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.

Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, 18 de octubre de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte354.
25p.

(BE-1994)


 Capítulo primero.
     
    La primera noticia acerca del extraño individuo, llegó a la policía a través de la denuncia de la joven Alice Steward.
    La llamada telefónica fue registrada en comisaría & las ocho de la noche.
    Según Alice Steward, que apenas podía expresarse y respiraba agitadamente —según el policía que recogió la llamada—, un hombre «o algo semejante» la había asaltado en Bound Village, un barrio apartado del nordeste de Atlanta, próximo a la autopista interestatal Ochenta y Cinco.
    —Tenía un aspecto horrible y me agredió en la parada de autobús —confesó Alice, jadeante.
    —Veamos. ¿Qué aspecto tenía ese individuo? —preguntó el policía, a través del teléfono.
    —Apenas... apenas pude verle, porque... la luz del poste de alumbrado más cercano estaba... fundida.
    —Tranquilícese —recomendó el agente—. ¿Se encuentra usted ahora en lugar seguro?
    —Creo que... sí. Llamo desde la cabina telefónica instalada frente a la estación de servicio de Bound Village. Hay... un restaurante próximo.
    —Bien. Siga ahora, si se encuentra mejor. ¿Qué aspecto tenía el agresor?
    —Era... muy alto y delgado. No pude ver sus facciones muy bien, por la falta de luz y... porque el individuo se cubría con una gorra... semejante a las utilizadas por los empleados del servicio de recogida de basuras.
    —Bien. Continúe .
    —Vestía también un pantalón caqui verdoso y una cazadora que le quedaba sumamente corta. Cuando le vi venir hacia mí, le tomé por un empleado del servicio de recogida de basuras, aunque me sorprendió su extraña forma de andar, vacilante e indecisa. Sus ropas... estaban empapadas, como si acabase de salir de un estanque.
    —Siga.
    —Al verle venir, me aparté para dejarle paso y retrocedí hasta el refugio de la parada. El se me quedó mirando en silencio. Y de repente se abalanzó sobre mí...
    — ¿ Qué ocurrió?
    —De un manotazo me arrebató la bolsa que yo llevaba en la mano izquierda. Sólo contenía algunas latas de carne en conserva. Me quedé helada de espanto cuando le vi llevarse una lata a la boca y destrozarla a dentelladas.
    — ¡ Espere, espere! ¿Está segura que abrió la lata con... los dientes? —preguntó el policía, incrédulo.
    —No la abrió... exactamente. La sujetó con los dientes y... desgajó el metal. Luego se tragó el contenido en breves instantes. Volvió a mirarme y avanzó de nuevo hacia mí. Miraba mi bolso... porque quizá imaginaba que contenía también comida o tal vez dinero. Perdí los nervios y le golpeé en la cabeza. Inmediatamente huí, dominada por el terror.
    — ¿ Vio si ese individuo la seguía?
    —Ni siquiera volví la mirada atrás. Llegué aquí e hice la llamada —respondió la mujer.
    —Ese hombre... ¿Le ha hecho algún daño? —preguntó el agente.
    —No. O, mejor dicho, sí. Su zarpazo desgarró la manga de mi suéter y ha dejado un profundo arañazo sobre mi piel. No sangra, pero me duele.
    —Bien. Creo que será mejor que espere ahí. Un coche-patrulla la recogerá y la llevará a un puesto de socorro, donde la reconocerán y curarán ese arañazo. Después la traerán aquí para que amplíe su declaración y firme la denuncia. ¿Está de acuerdo, miss Alice?
    —Bien... Esperaré. Entretanto, llamaré a mis padres para avisarles de que llegaré un poco tarde a casa —replicó la mujer.
    —Perfectamente. No se mueva de ahí. La recogerán en seguida.
    Vanee colgó el teléfono, recogió el magnetófono en el que había grabado la conversación y fue al despacho del teniente Palmer.
    Hubiera dado cualquier cosa por despachar con otro oficial cualquiera, en lugar de Palmer. El teniente llevaba unos meses comportándose como la más huraña, irritable e intratable de las personas.
    Vanee sabía que el motivo del cambio de carácter de Chad Palmer no era otro que la impaciencia por obtener el divorcio de su esposa. Los trámites legales de la separación no se resolvían tan rápidamente como Palmer hubiera deseado y todo ello le exasperaba y agriaba su carácter.
    Vanee empujó la puerta del despacho e inmediatamente el teniente gruñó:
    —No puedo ahora. Estoy ocupado.
    El agente movió la cabeza y observó al policía que examinaba unos expedientes tras la mesa de despacho.
    Era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos crespos y algo canosos, de facciones delgadas, típicamente latinas, ojos castaños y una barbilla hendida que le confería aspecto agresivo.
    —Lo siento, teniente. Se trata de una denuncia: un caso urgente —insistió Vanee.
    Palmer le arrebató el magnetófono con un gesto brusco y lo puso en marcha.
    —Así no hay quien logre concentrarse —gruñó entre dientes.
    Pero su interés quedó prendido inmediatamente en la grabación. Su lápiz quedó inmóvil en el aire hasta que terminó la conversación mantenida entre Alice Steward y el agente Vanee.
    Palmer detuvo la marcha del magnetófono y elevó los ojos.
    —Envíe al número 18. Y traiga aquí a esa mujer en cuanto llegue —ordenó, adusto—. Dígale a los del 19 que registren Bound Village y traigan a ese tipo.
    Alice Steward llegó a las nueve de la noche.
    Palmer dirigió una rápida e inquisitiva mirada a la muchacha, se detuvo un momento en sus bonitas piernas y la invitó a sentarse.
    Escribió algo y volvió a fijar sus ojos en la manga desgarrada del suéter azul que vestía la joven.
    — ¿ Qué fue ese arañazo? —preguntó el policía.
    —Nada importante, según dijo el médico. Es un poco profundo y doloroso, pero me lo han desinfectado y curará pronto —respondió Alice.
    —Usted dijo que apenas pudo ver las facciones de ese hombre. Pero según parece, poseía unas poderosas mandíbulas y una dentadura poco común. Vamos, es fuércese en recordar —exclamó Palmer, con rudeza—. ¿No puede decirme algo más? Su descripción del agresor es excesivamente vaga.
    La chica se echó a llorar.
    — ¡ Dios mío! —gimió—. ¡He pasado tanto miedo...!
    —Lo comprendo, pero si usted se pone a llorar ahora, no podrá ayudarme y en consecuencia no podremos detener a su agresor —le reprochó el policía, inmune a las lágrimas.
    —Está bien —Alice sacó un pañuelito y se secó los ojos—. ¿Qué quiere que le diga?
    —Quiero que se esfuerce en pensar, que recuerde todo desde el principio —exigió Palmer.
    — ¡ Pero ya dije todo lo que sabía por teléfono! —protestó Alice.
    —No importa. Volvamos al principio —insistió su interlocutor.
    La joven volvió a repetir lo que Vanee había escuchado a través del teléfono.
    — ¿ Por qué tenía un aspecto horrible? —Palmer interrumpió el relato.
    —Pues... Sus ojos...
    — ¿ Cómo eran?
    —Redondos. Redondos y brillantes como los de un…
    — ¿ Gato?
    —Sí. Su barba, corta y dura, rozó mi mejilla cuando me asaltó. ¡Pinchaba como si sus pelos fueran púas de acero! —exclamó Alice, cuya excitación iba en aumento.
    —Siga.
    —Era... muy desproporcionado. Sus brazos, larguísimos, colgaban de forma absurda y las mangas de su cazadora apenas llegaban un poco por debajo de sus codos. También sus piernas...
    — ¿ Cómo eran?
    —Muy largas también, deformes, como abiertas en compás.
    —Usted dijo que andaba de forma vacilante —insinuó Palmer.
    —Sí... Se diría que avanzaba como... lo haría un bebé que aprendiera a andar.
    — ¿ Recuerda algo más?
    —No.
    —Veamos —dijo el policía impaciente—. Ese individuo estuvo muy cerca de usted, señorita Steward. Declaró que sus ropas estaban empapadas. ¿Cómo lo sabe... si apenas había luz?
    —Me mojó al abalanzarse sobre mí. ¡Exhalaba un olor tan repugnante! —exclamó, estremeciéndose de asco.
    Una chispita de satisfacción brilló en los ojos de Chad Palmer.
    —Así que olía mal... —observó—. ¿Qué clase de olor? ¿Sudor agrio, suciedad personal...?
    —Era como un... hedor a cloaca. ¡Sí, eso es! Olía como huelen las aguas residuales de alcantarillas y cloacas.
    El teniente la miró fijamente.
    — ¿ Se da cuenta, señorita Steward? Me ha dado un cúmulo de datos complementarios a su declaración, que pueden sernos muy interesantes para encontrar y detener a ese individuo, aunque confieso que su descripción nos da una imagen... increíble, por expresarlo de algún modo.
    —Teniente, usted no puede comprenderlo. Pero yo no era capaz de ordenar mis ideas cuando llamé desde la cabina pública. ¡Me sentía tan aterrada...! Ahora mismo, recordando, la sangre se me hiela en las venas.
    Era verdad que volvía a estar asustada, porque sus manos temblaban intensamente y sus hombros se estremecían.
    —Bien, pero volvamos a repasar su declaración —pronunció Palmer, inflexible — . Usted dijo al agente Vanee que «l a había atacado un hombre... o ALGO SEMEJANTE». ¿Qué quería expresar con «algo semejante»?
    Alice Steward se retorció desesperadamente las manos.
    — ¡ No... lo sé! —respondió, nerviosa—. Supongo que esas películas que nos ofrece continuamente la televisión debieron obsesionarme...
    — ¿ Se refiere a los telefilmes de ciencia ficción? —la acosó el teniente Palmer.
    —Bueno..., sí. Por un momento pensé en un... un extraterrestre. ¡Ya lo sé, teniente, parece disparatado! ¡Pero ésa fue la sensación que experimenté al verle avanzar sobre mí!
    Palmer tabaleó sobre la mesa con un extremo de su lápiz.
    —Vamos, señorita Steward —alegó el policía, dirigiéndole una ojeada desconfiada—. ¿No habrá tomado una copa de más? Tal vez ha tenido una pequeña aventura y... trata de justificarse comunicando una falsa denuncia a la policía. ¿Quién puede creer todo lo que me está contando? Es lo más fantástico que oí desde que dejé de creer en Papá Noel.
    — ¿ Cree... cree que he mentido? —profirió Alice, perdida la serenidad—. ¿Piensa que yo misma me he producido este arañazo?
    Impetuosamente se despojó de su suéter azul y mostró ante las narices de Palmer el profundo rasguño, bañado en mercromina, que iba desde el hombro al codo.
    En verdad, aquello parecía la huella de una zarpa de fiera.
    —Bien —Palmer jamás perdía la sangre fría—. Si quiere firmar su denuncia, hágalo —y le ofreció el impreso que había ido rellenando con la declaración de la mujer.
    — ¡ Claro que quiero firmarlo! —clamó, ella, exaltada — . No me gustaría que esa bestia pudiera seguir asaltando impunemente a la gente ante... la incredulidad de la policía.
    Tomó el bolígrafo que Palmer le tendía y estampó su firma con un brusco y...

(...)


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