miércoles, 16 de junio de 2021

Novelas de bolsillo de Autores Extremeños: "El imperio de las profundidades" (Ciencia Ficción)

 Autor:
Kelltom McIntire.

Barcelona, 1980
Ed. Bruguera.
95 páginas. 

Colección: "La Conquista del Espacio", nº 496.
Cubierta: Miguel García.

Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 35 pesetas.

El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.

Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, abril de 1982.
Con índice bibliográfico: bacte426.
25p.

(BE-1993)



Capítulo primero
     
    Desperté de madrugada, al escuchar el desagradable chirrido de la reja automática. Al revolverme sobre el puerco jergón, el trallazo de dolor que me recorrió el cráneo como una descarga eléctrica, me recordó que mi mandíbula estaba seriamente dañada.
    Claro que no se trataba únicamente de la mandíbula: debía tener un par de costillas fracturadas o resentidas. Me faltaban también cuatro incisivos y me dolía terriblemente el tabique nasal.
    Aparte de que me habían «ablandado» la espalda a vergajazos y mi oreja derecha estaba hinchada como una descomunal berenjena, el resto de mi cuerpo estaba intacto.
    Miré hacia la reja y vi a los dos elegantes individuos a los que acompañaba un corpulento guardián malhumorado.
    —Tenga cuidado —recomendó a los extraños visitantes—. Ese tipo es peligroso: derribó a ocho policías antes de que pudieran dominarlo. También destrozó un club nocturno llamado El Pingüino Alegre y descalabró a una docena de clientes.
    —Movió la cabeza como si considerase la locura de aquellos caballeros, y añadió—: No duden en gritar si ese loco les ataca.
    —Vaya tranquilo —respondió uno de los desconocidos—. No creo que el señor Talbot nos produzca la menor molestia.
    —Allá ustedes —exclamó el guardián. Y se alejó, después de que la reja volviese a deslizarse sobre los rieles.
    Mis visitantes me observaron en silencio y luego se sentaron con cierta repugnancia en el borde del camastro frontero.
    —Mi colega es Ed Follock y yo me llamo William Gibbs —pronunció el más delgado. El otro era gordo y fofo y padecía un insoportable tic en el párpado inferior del ojo izquierdo.
    —Encantado —rezongué—. Den una voz, hagan venir a ese paquidermo de la metralleta y váyanse.
    Groseramente, me di la vuelta y me desentendí de ellos.
    —Al parecer, se ha metido usted en un buen lío —insistió Gibbs—. Aparte de los destrozos de El Pingüino Alegre, de los once clientes descalabrados, atacó usted a la policía... Uno de los agentes está gravemente herido. Según hemos podido saber, usted le fracturó el cráneo de un golpe. El pobre hombre tuvo que ser operado urgentemente y aún no se sabe si se salvará. Su estado es crítico.
    Me volví iracundo.
    —Márchense ahora mismo o el número de descalabrados aumentará en dos —amenacé con voz sorda.
    Ed Follock se incorporó de un salto y, aterrado, quiso correr hacia la reja. Pero su amigo, el atildado William Gibbs, le retuvo por un brazo.
    —Calma, Ed —recomendó. Sin soltar a su camarada, me miró y dijo—: Señor Talbot, somos abogados. Y podemos sacarle de aquí...
    Parpadeé. ¿Quién podría haberles avisado? Desde que Claire me abandonara un par de semanas antes, yo no tenía a nadie en Nueva York que pudiera interceder por mí.
    —Es inútil —respondí indiferente—. No tengo un centavo. No podría pagarles.
    —No es cuestión de dinero. Tampoco será necesario defenderle en el juicio. Tenemos la posibilidad de conseguir su libertad hoy mismo —afirmó Gibbs con gran seguridad. Carraspeó—: Naturalmente, con ciertas condiciones.
    —¡Váyanse al diablo! —gruñí—. ¿Saben que me han despertado cuando acababa de conciliar el sueño? Pero se lo advierto: mi humor es agrio cuando no logro dormir a gusto.
    Gibbs no pareció impresionado. Su compañero, sin embargo, temblaba.
    —Pero, ¿no lo comprende, señor Talbot? —insistió—. Si ese policía muere, usted podría ser condenado a cadena perpetua, incluso a la silla eléctrica...
    ¡Claro que lo sabía! ¿Y qué? Tanto daba... Lo más seguro sería que, en el caso de que las cosas fueran mal, m e colgara de la reja o me abriese las venas, porque yo no pensaba sentarme en la silla «caliente».
    —No diga idioteces —exclamé fastidiado—. Si sabe usted que pueden condenarme a muerte, ¿qué hacen aquí? No pierdan el tiempo conmigo y déjenme dormir... Aquí tengo un jergón y me dan de comer tres veces al día. En la calle... Bueno, ¿para qué explicarles que en la calle dormía en un vertedero de basuras, disputándole los desperdicios a las ratas? Todo está perdido... Pero no sólo para mí, sino para todos. Ya lo ven: restricciones eléctricas, escasez de alimentos, calles sin iluminación recorridas por bandas de maleantes y asesinos, montones de basuras que nadie recogerá, enfermedades, frío, muerte y miedo. Eso es lo que ustedes me ofrecen. Váyanse, yo estoy a gusto aquí.
    Creí que iban a dar media vuelta y a llamar al guardia, pero no conocía bien al tenaz Gibbs. Obligó a sentarse a su obeso colega, hizo otro tanto, sacó un paquete de cigarrillos y un mechero y me lo ofreció.
    —Trabajamos para Douglas Manchester, señor Talbot —dijo, como si con aquella frase estuviera todo explicado.
    Encendí un cigarrillo y me senté en el borde de la cama. De todas formas, me sentía demasiado fatigado y dolorido como para emprenderla a porrazos con aquel par de molestos individuos.
    ¿Manchester? Me sonaba aquel nombre... Lo recordé en seguida. Sí, Douglas Manchester era uno de los más adinerados personajes de nuestra empobrecida América.
    —¿Y qué? —gruñí con desfachatez—. Ignoro qué interés puede sentir el poderoso Douglas Manchester por un borracho como yo, pero en cualquier caso, mi respuesta es no.
    Gibbs encendió un cigarrillo cuidadosamente. A través de una bocanada de humo blanquecino, me miró con curiosidad.
    —¿Aunque se tratase de incluirle a usted en un proyecto espacial? —inquirió.
    Me incorporé: había puesto el dedo en la llaga. Si quería interesarme por el asunto, Gibbs lo había hecho.
    Paseé agitadamente hacia la reja. Los huesos de mi tobillo izquierdo producían un sonoro clac-clac al caminar. He ahí una nueva avería.
    —¿Qué clase de proyecto espacial? —pregunté volviéndome.
    —No podemos ser muy explícitos, señor Talbot..., porque no poseemos la información necesaria, pero creemos que se trata... 

(...)


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