Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 531.
Cubierta: Salvador Fabá.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 40 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, febrero de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte357.
25p.
(BE-1986)
(...) panel del vehículo y éste se puso en marcha a mediana velocidad.
Diestramente, evitó un espeso matorral y condujo el autooruga a través de un claro. De repente, los arbustos se agitaron a unos veinte metros y un bellísimo animal de piel clara, moteada, apareció entre las frondas.
Admirados, contemplaron su esbelta silueta. Estaba dotado de finas patas y un largo cuello y sus orejas estaban enhiestas como si tratase de captar el menor rumor anormal.
Alguien se movió dentro del autooruga y el animal dio un sorprendente salto y desapareció fulminantemente por encima de los arbustos de más de tres metros de altura.
— ¿ Qué era eso? —exclamó Eve Landon, tan sorprendida como los demás.
—Parece... una cabra —respondió el reverendo Asquith, que era el zoólogo mejor preparado de la comunidad de Outtown—. Yo no he visto ninguno de esos animales, pues la última cabra de nuestra reserva zoológica murió hace mucho tiempo, pero pude estudiar unas fotografías de esos rumiantes. Era un animal cuadrúpedo, herbívoro, con protuberancias óseas llamadas caernos, que les sirven de defensa. Producían leche y carne y su piel se utilizaba para fabricar diversos utensilios.
Admirados por la docta disertación de Rudolph Asquith, no pudieron advertir el rumor de arbustos rotos que se produjo en la espesura.
— ¡ Escuchad! —susurró Satali cuando volvieron a oírse los crepitantes chasquidos de troncos destrozados.
Eve puso el vehículo en marcha y avanzaron entre dos densos matorrales. De pronto se encontraron en un espacioso claro de la vegetación.
Un arbusto de unos cinco metros de altura, situado a la derecha, se agitó violentamente y el tronco más largo —de unos diez centímetros de grosor— se abatió con un seco chasquido.
Eve se encogió en su asiento, aterrada.
— ¿ Qué...?, ¿qué será? —murmuró, pálida.
No tardaron en saberlo. Porque inmediatamente, un cuerpo gris de grandes proporciones avanzó a través de la espesura y trotó sobre la pradera produciendo un ruido sordo y acompasado.
El descomunal espécimen se detuvo en mitad del claro. Sus inmensos ollares se distendían, temblorosos, tratando de detectar a sus posibles enemigos mediante el olfato.
Luego pateó, rabioso, los yerbajos, bufó y cargó ciegamente contra el autooruga.
Sus gruesas y cortas patas machacaban la tierra, elevando un rumor potente, amenazador.
Satali sacó el cañón del fusil, trató de mantener el equilibrio y apuntó, nerviosa.
Jason dudó.
Se trataba de una bestia tan voluminosa como el autooruga y, posiblemente, de un peso aún superior. Su carga, enfilándoles en línea recta, no parecía dejar a dudas: el animal, por alguna extraña razón, se disponía a atacarles.
Eve, incapaz de reaccionar, permanecía rígidamente aferrada a los mandos del vehículo. Contemplaba aterrorizada las dos enormes protuberancias óseas que emergían del morro de la bestia, sus pequeños ojos malignos...
— ¡ No dispares! —gritó Jason a Satali, que se disponía a enviar sobre el corpulento animal su mortífero rayo láser.
De un manotazo, Jason apartó a Eve, bajó la palanca de arranque y puso en marcha el autooruga.
Su intención era evitar la acometida de la bestia, para lo cual aumentó la velocidad y consiguió que el vehículo siguiese una trayectoria oblicua.
Satali gritó de espanto cuando la enorme masa de músculo s se acercó vertiginosamente y l as gruesas astas rozaron el flanco derecho del autooruga, que se desplazó violentamente hacia la izquierda.
Pero Jason había conseguido su objetivo: había logrado evitar la salvaje acometida del pesado animal.
Un grito de María Arantes, que viajaba en el asiento trasero, le previno que las dificultades no habían terminado aún.
Al límite del claro, Jason detuvo una de las orugas y el vehículo giró sobre sí mismo.
Al otro extremo, la fiera se había estrellado ciegamente contra los arbustos, pero en pocos segundos volvió nuevamente a la carga, bufando y elevando nubecillas de polvo negruzco tras sí.
Satali se aferraba a su fusil como si le fuese la vida en ello. Escrutaba con ansiedad las facciones de su jefe, esperando que Jason le diera de un momento a otro la orden de disparar.
Pero Pollard permanecía mudo, los labios apretados, y todos los sent idos pendientes de la fiera, que volvía a cargar con impresionante furia.
El autooruga se movió, cuando la bestia trotaba en el centro de la reseca pradera. Jason logró que el vehículo describiera una «S», pero cuando trataba de enderezar la marcha, máquina y bestia entraron en colisión.
Fue todo tan rápido que ni la atenta Satali tuvo tiempo para reaccionar.
Bruscamente, resonó el crujido de las planchas, el vehículo se elevó y volcó aparatosamente.
Capítulo IV
Jason se alzó del suelo entre nubes de asfixiante polvo.
Alzó urgentemente a Satali, tomó el fusil y retrocedió.
Tenso, aguardó.
Oyó un rumor lejano. Chasquidos de arbustos destrozados y el característico «blam-blam» de las pezuñas de la bestia, que trotaba entre la floresta, alejándose, fue cuanto pudieron percibir sus oídos.
Lentamente, sus compañeros fueron saliendo del volcado vehículo. Por fortuna, a excepción del evidente susto y algunos rasguños, ninguno de ellos había recibido daños de importancia.
— ¡ Uff! —Sandra Werzinska sacudía el polvo de sus vestidos—. ¡Temí que esa fiera nos destrozase...!
Charlie McLean se aproximó a él, malhumorado. Tenía el labio inferior partido y la sangre manchaba su barbilla.
— ¿ Por qué no disparaste, por qué no diste la orden de disparar? —exclamó, con reproche—. ¡Míranos! ¡Llenos de rasguños, golpeados, a punto de morir aplastados! ¡Mira el autooruga, destrozado...!
—No hay para tanto —intervino Eve, conciliadora—. Fue un golpe aparatoso y nada más. En realidad, todos los desperfectos que advierto son las planchas abolladas y el...
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