viernes, 18 de junio de 2021

Novelas de bolsillo de Autores Extremeños: "El hombre que quería saber" (Ciencia Ficción)

   Autor:
Kelltom McIntire.

Barcelona, 1975
Ed. Bruguera.
95 páginas. 

Colección: "La Conquista del Espacio", nº 260.
Cubierta: Jorge Sampere.

Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 15pesetas.

El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.

Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, 18 de octubre de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte352.
25p.

(BE-2001)


    Capítulo primero
     
    —¡Eh, vosotros! —gritó alegremente Dan—. ¿Quieres venir a echarme una mano, Bob, o pensáis seguir ahí toda la noche?
    Bob estaba besando a Glenda entre los arbustos cuando oyó el grito de su amigo Dan Fulner.
    Entonces se elevó del suelo y ofreció su mano a la bella mujer de la que se había enamorado un mes antes y la alzó del suelo.
    —En fin —susurró, pesaroso y risueño—. No habrá más remedio que ayudarle a asar la carne. Vamos, Glenda.
    En verdad el fin de semana estaba transcurriendo en un ambiente cordial, apacible e inolvidable.
    Habían nadado en el lago mañana y tarde, habían cantado, bailado y bromeado con Jim y Bessie, los hijos del matrimonio Fulner. Hacía mucho tiempo que el joven teniente-detective Bob Kingman no se divertía tanto.
    Para conseguir aquellos momentos felices se habían tenido que dar tres circunstancias. La primera era que Bob era un buen amigo de los Fulner. También estaba Glenda, de la que estaba enamorado seriamente. Y por último, la buena suerte de estar franco de servicio duran te aquel fin de semana.
    Dan Fulner le habló de ello s el jueves por la tarde.
    —¿Qué tal si Glenda y tú os vinierais con nosotros a pasar el fin de semana? Elizabeth tiene una gran ilusión por hacer una excursión al Parque Nacional Sequoia Kings. Si estáis de acuerdo en venir, no tendréis que preocuparos de nada: Elizabeth lo preparará todo.
    Se habló de todos los pormenores de la excursión. Incluso de la posibilidad de que las mujeres durmieran en la gran roulotte de los Fulner y los hombres en la tienda de campaña.
    Bob se mostró encantado.
    ¿Qué otra cosa podía desear más que pasar junto a la preciosa Glenda dos o tres días en medio de la naturaleza?
    Sí, habían sido dos días inolvidables.
    Por desgracia, al día siguiente, es decir, el domingo, hacia el mediodía, deberían emprender el regreso a Los Ángeles. Y vuelta a la rutina del duro trabajo en la Sección Especial Antiatracos.
    —¿Vienes o no? —volvió a insistir Dan.
    Bob se separó de Glenda y se reunió con su amigo.
    El fuego, a pesar de la burlona insistencia de Dan, estaba ya perfectamente encendido, y su camarada estaba colocando la carne sobre la parrilla de la barbacoa.
    —Bueno, ya está bien de amor —bromeó Dan—, Ahora bebamos un trago mientras nuestra carne se va poniendo dorada, ¿eh?
    Fulner sacó dos botellas de cerveza del frigorífico portátil y ofreció una a Bob, que se la llevó a los labios y dio un largo y ansioso trago del amargo y refrescante líquido.
    El delicioso aroma de la carne asada se extendió por la explanada y alcanzó los linderos del bosque.
    Bob encendió un cigarrillo y sonrió, mirando a Glenda, que bailaba junto a la roulotte, al son de. las notas que el joven Jim Fulner sacaba a su guitarra.
    Junto a ellos brillaba la fogata que los chicos habían encendido un momento antes.
    El destello rojizo de las llaman ponía en el rostro de Glenda un tono cobrizo que aumentaba aún más su belleza.
    Todo transcurrió en apenas unos segundos.
    La guitarra que tocaba Jim enmudeció. El muchacho señaló, atemorizado, hacia las copas de los árboles que rodeaban el círculo de la explanada.
    También Dan Fulner y Bob se volvieron, extrañados.
    Una luz poderosa, rojizo-amarillenta, iluminaba la explanada en toda su extensión y alcanzaba más allá de los altos pinos.
    Los chicos quedaron mudos, absortos en la contemplación del extraño fenómeno.
    En los primeros momentos, Bob no supo de dónde procedía aquella intensísima luminosidad. Luego...
    En el absoluto silencio del bosque y por encima de las copas de los árboles, surgió el enorme y brillante objeto que despedía irisaciones anaranjadas y azuladas tan fuertes que cegaban.
    «La carne se está quemando en la barbacoa», fue el absurdo y extemporáneo pensamiento que acudió a la mente de Kingman.
    Dan retrocedió, con el espanto e n sus facciones.
    Tan atolondrada y loca fue su carrera que tropezó con la barbacoa y la volcó, con lo que la carne y las brasas se desparramaron sobre el suelo del campamento.
    La temperatura subió muchos grados en pocos segundos y Bob comenzó a exudar copiosamente.
    Elizabeth Fulner dejó escapar un alarido de terror. Y agarrando a sus hijos, que habían perdido toda capacidad de reacción, los arrastró velozmente hacia el coche.
    Bob permanecía en pie, inmóvil, como si sus piernas hubieran echado raíces en el suelo.
    A su espalda oyó el grito desesperado de Glenda:
    —¡Por amor de Dios, Bob! ¡No te quedes ahí! ¡Corre!
    Pero los ojos de Kingman seguían como hipnotizados el lento descenso del centelleante aparato volador sobre la ancha explanada.
    A su espalda resonó el escape del coche de Dan Fulner.
    Giró la cabeza y vio cómo el coche se alejaba a gran velocidad, dando tumbos a lo largo del caminillo que se adentraba en el bosque y bordeaba el lago.
    Todavía seguía gritando Glenda. Gritaba y gritaba su llamada desesperada, asomada a la ventanilla posterior.
    Bob volvió la vista hacia el objeto volador que descendía casi rozando las copas de los árboles.
    ¿Un OVNI?
    Era enorme, de color metálico azulado, forma circular y absolutamente silencioso.
    Sus medidas sobrepasarían, quizá, las de un gran jet.
    Pero ¿por qué aguardaba Kingman, por qué no experimentaba terror, por qué el instinto de conservación no le impulsaba a huir de aquella «cosa» diabólica y desconocida...?
    Bob había leído muchas noticias, narraciones e informes sobre los Objetos Voladores No Identificados, sobre las enigmáticas astronaves procedentes de otros mundos.
    Jamás había creído de forma consciente en ello. Cierto que las noticias sobre las visitas de los OVNI a distintos países de la Tierra menudeaban en los distintos medios de comunicación.
    Para Kingman, el tema era apasionante, pues jamás había tenido la oportunidad de contemplar un OVNI.
    Bob no sentía terror, aunque sí una vaga e indefinida angustia.
    De la experiencia que los humanos tenían de los OVNI, se desprendía que aquellos visitantes extraterrestres jamás habían demostrado hostilidad contra los habitantes de la Tierra.
    De repente, en un solo segundo, Bob comprendió por qué no tenía miedo: su curiosidad era tan poderosa que bastaba para vencer a cualquier otra sensación.
    Elevó una mano y se la puso de pantalla sobr e los ojos para poder resistir l a potente fosforescencia que emanaba de lo alto.
    El OVNI pasó rozando las copas de los árboles y las ramas se chamuscaron e incendiaron.
    Mudo de asombro, Bob contempló los movimientos del aparato volador.
    ¡Estaba descendiendo sobre la explanada, como si se dispusiera a tomar tierra!
    De improviso, el aparato se inmovilizó como a unos quince metros de altura, en mitad del claro del bosque.
    «¡Si hubiera traído mi tomavistas...!», pensó, excitado.
    El bosque estaba en silencio. Ningún rumor procedía del brillante OVNI. Apenas se oía el crepitar de las llamas que habían prendido en lo alto de las ramas.
    Entonces, sin pensarlo, Bob hizo algo inconcebible: avanzó algunos pasos en dirección al OVNI.
    El aparato retrocedió a escasa velocidad y volvió a detenerse en el aire, unos metros más allá, guardando, al parecer, la distancia.
    Bob lo contemplaba sin perderlo de vista.
    Un pensamiento inquietante llenó su ánimo:
    «¿Estarán... observándome desde el interior del OVNI?»
    Tragó saliva. Se detuvo.
    Los científicos más expertos en la observación de un OVNI opinaban que las naves siderales eran guiadas mediante control remoto u otro procedimiento similar, pero se negaban a creer que estuvieran tripuladas por... seres, sea cual fuere su condición.
    El fuego iba tomando incremento en el bosque. Bob sentía ya el ardor en sus mejillas.
    Debía alejarse, reunirse con Glenda, con su s amigos... ¡Era lo más sensato!
    Pero siguió allí, clavado en el suelo, mirando sin pestañear la superficie azul metálica del desconocido aparato.
    En aquel momento, el OVNI comenzó a descender. Lo hacía muy despacio, sin bambolearse, sin la más leve trepidación.
    Y al fin se posó en el suelo.
    «He aquí la más extraña aventura que me será dado vivir en todos los días de mi existencia», pensó Bob.
    Observó que ni una mota de polvo se había alzado cuando el OVNI tomó tierra.
    ¿Era debido a aquel descocido efecto antigravedad en cuya investigación tantos millones de dólares y horas de trabajo había empleado la Fuerza Aérea de los Estados Unidos de América?
    Súbitamente, Bob palideció. El temor se apoderó de él con brutalidad absoluta.
    La luminosidad fosforescente que emanaba del OVNI había decrecido. En la lisa superficie azulada acababa de abrirse una abertura oblonga
    Una silueta indefinible se movió en aquel agujero.
    Bob Kingman quiso gritar con todas sus fuerzas. Pero ningún sonido brotó de sus labios.
     
     
     
    Capítulo II
     
    —¡Vamos, vamos, tienen que serenarse! —exclamó el sargento Summerfield—. Tranquilícense, por favor. Con toda probabilidad, encontraremos al señor Kingman.
    Glenda acababa de sufrir un nuevo e impresionante ataque de nervios y había sido evacuada en una ambulancia hacia el hospital.
    Jim y Bessie, los hijos del matrimonio Fulner, dormían en la cabina de un motel próximo. Para ello, había sido preciso inyectarles tranquilizantes.
    En cuanto a Dan. y Elizabeth, ambos aparecían ojerosos, pálidos, extenuados, aunque todavía dominados por la más viva inquietud.
    Un caballero penetró en la comisaría. Era el doctor Kent, médico de la policía que había atendido y acompañado a Glenda hasta el hospital.
    —¿Cómo está? —preguntó en seguida Dan.
    —No hay nada que temer. Se trata de un simple ataque de histeria. Quizá dentro de unas horas, la señorita Wells se encuentre bien. Acabo de inyectarle un sedante y ahora duerme. Es preciso que la dejen descansar todo el tiempo que se requiera —respondió Kent. Y añadió, mirando a Summerfield— : Llámeme si me necesita, sargento.
    —Gracias, doctor; así lo haré. Buenas noches —respondió el policía.
    Y cuando el doctor Kent salió, miró a los Fulner con desconfianza y pronunció con lentitud:
    —En cuanto a esa extraña e increíble historia. ..
    Dan Fulner sentía sus nervios a punto de estallar y no pudo reprimir su colérica contestación:
    —No quiere creernos, ¿verdad? No acaba de comprender que sería absurdo que tres personas adultas, sanas y sin ninguna tara mental, se inventaran una historia fabulosa. ¿Piensa que sólo queremos pasar el rato? Ya vio a la señorita Wells: estaba destrozada...
    El teléfono zumbó sobre la mesa de Summerfield, que descolgó inmediatamente el auricular y estuvo escuchando con atención durante un minuto.
    Cuando colgó, sonreía cínicamente.
    —Quizá yo tenga ya la explicación para su absurda historia, señor Fulner —declaró.
    —¿Es cierto? ¡Hable, por favor!
    

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