Colección: "La Conquista del Espacio", nº 485.
Cubierta: Luis Almazán.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 35 pesetas.
Precio 35 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, 1 de noviembre de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte396.
25p.
(BE-1990)
Con índice bibliográfico: bacte396.
25p.
(BE-1990)
Capítulo primero
Aquella noche apenas pude dormir. Vueltas y más vueltas en la cama, completamente revuelta y en desorden, el cuerpo empapado en sudor, me sentía atosigado y nervioso.
¿Se debía mi inquietud al remordimiento, al sentimiento de culpa o, simplemente, mi sentido de la responsabilidad...?
Jack Ambler, Ruth Smith y Aretta Robin habían muerto la tarde anterior. Yo mismo pude contemplar sus cadáveres en lo más profundo de la hondonada, aquellos cuerpos horriblemente destrozados a picotazos, parcialmente devorados.
Sabíamos quiénes eran los responsables de aquella carnicería horripilante: los worroks , aquellos enormes buitres de aspecto prehistórico, aves de seis metros de envergadura, en transición de su primitivo estado de reptiles al de poderosos depredadores alados.
Pasmados de espanto, silenciosos y angustiados, varias personas contemplábamos los pobres restos de tres de nuestros camaradas: el doctor Bering, el ingeniero Bill Summers, el piloto Temple, el jefe de seguridad Bob Kimpling, Artemisa Brown, la guapa muchacha de color que se ocupaba de la meteorología, y yo mismo, el coronel Paul L. Wolfman.
No éramos individuos pusilánimes, precisamente. La verdad era que la selección para integrar la misión «New Energy» se había llevado a cabo de forma rigurosa, de tal modo que de los más de diez mil candidatos presentados a la convocatoria sólo habíamos quedado doscientos sesenta.
«Ahora sólo restamos doscientos cincuenta y siete», pensé, sombrío.
AlIan Henng, el médico se había inclinado sobre el cadáver de Jock Ambler... si cadáver podía llamarse a aquel pequeño montón de piltrafas.
—Es extraño —murmuró Bering, más para sí que si hablara en voz alta.
Me incliné hacia él, pero una maloliente vaharada me obligó a proteger mi nariz y mi boca con la mano.
—¿Qué es lo extraño? —indagué.
Sin abandonar su postura en cuclillas, el doctor Bering se volvió hacia mí.
—Hay una necrosis en la nuca de Jock —dijo.
El médico le había dado la vuelta al cadáver sumariamente y me mostraba la parte posterior del cuello de Jock Ambler.
En efecto, podía advertirse un gran círculo negruzco en la nuca. Una mancha redonda de unos diez centímetros de diámetro que llegaba al nacimiento del cabello. El pelo más que quemado, parecía fundido en pequeñas bolitas oscuras.
—Parece el resultado de un potente disparo con arma electrónica —susurré, pensativo.
Bering asintió en silencio.
—¿Un disparo? ¿Pero por qué, quién disparó?
Me había puesto en pie y estaba pensando en ello, cuando el doctor Bering volvió a llamar mi atención. —Aquí, coronel.
Estaba examinando los restos de Aretta Robin. Cuando me incliné para mirar, traté de imaginarme aquel bello cuerpo entero y lleno de vida. Aretta había sido una muchacha muy hermosa: delgada, pero llena de femenina elegancia, cabellos caoba, ojos pardos, húmedos labios...
—También ella recibió un disparo —afirmó Bering, mostrando la parte superior de su busto casi destrozado por los duros picos de los worrocks.
Sí, también allí había una necrosis provocada por un disparo electrónico.
Kimpling se acercó a mí. Era rudo, tenía unos ojos azules estrechos y penetrantes y un cuerpo grande, fuerte y musculado.
—¿Qué ocurre? —inquirió en voz baja.
—No lo sabemos... aún —respondí—. Jock Ambler y Aretta Robin no murieron como imaginábamos, al parecer. Bering acaba de descubrir en esa carnicería sendos disparos electrónicos.
Kimpling murmuró algo sobre dientes y se separó de nosotros. Le vi descender por la terrera rojiza y detenerse a palpar el reseco polvo aquí y allá. .
Entretanto, el médico había reunido valor suficiente para examinar los restos de Ruth Smith. Aquello era más un esqueleto que lo que se entiende por un cadáver, pero Bering conocía bien su obligación y no se apartó de allí hasta descubrir una necrosis tras la oreja derecha de Ruth.
—¿Quiere verlo? —preguntó el médico.
Avancé unos pasos mecánicamente, pero volví la vista al descubrir aquel horripilante cráneo del que faltaban los ojos: los worrocks los habían arrancado a picotazos.
Bering se reunió conmigo. A diez metros de distancia, Summers, Temple y Artemisa Brown nos contemplaban con curiosidad y temor.
—No lo comprendo —dijo el médico—. ¿Quién disparó contra ellos? ¿Quién fue el asesino?
Yo no podía saciar su curiosidad en aquel momento, aunque comenzaba a sospechar la verdad.
Dos minutos después, Bob Kimpling vino hacia nosotros. Traía algo en la mano: una pistola electrónica.
—Número 83 —leyó el número grabado en la culata, tras Iimpiarla de aquel polvo rojizo—. Es el arma de Ruth Smith, ayudante de mantenimiento. Ruth la usó, no cabe duda: su carga está a la mitad.
Me dirigió una rápida ojeada y de repente, giró y corrió hacia los restos mortales de Ambler, Smith y Robin. Era un hombre con gran fuerza de ánimo y no le importó rebuscar entre aquella carnicería: poco después volvía con dos pistolas, cuyas fundas estaban manchadas de sangre reseca.
— Ya lo tengo —dijo. Y .todos le miramos, ansiosos.
—¿Qué?
—Ruth Smith mató a Jock Ambler y a Aretta Robin —declaró Kimpling, sin pestañear.
—¿Cómo puedes asegurarlo, Bob? —le dije, aunque presentía que mi jefe de seguridad había acertado plenamente.
—Es fácil —respondió. Puso dos pistolas con sus fundas en el suelo y extrajo las armas, las examinó brevemente y añadió—: Jock y Aretta no utilizaron sus pistolas. Sólo se disparó la de Ruth. Luego ella los mató.
Cerca de mí, Artemisa Brown tragó saliva. Advertí que rompía a sudar copiosamente.
—Pero ¿por qué? —estalló el teniente Temple, tan tembloroso y agitado que todos nos volvimos a mirarle.
Kimpling escupió sobre el polvo rojo de la terrera.
—No lo sé —respondió.
Arriba se oyeron unos graznidos espeluznantes. Artemisa exhaló un gritito y se cobijó junto a mí.
Miré hacia las alturas, utilizando mi mano derecha como pantalla para evitar los cegadores rayos del sol de Xantroo y vi la bandada de colosales worrocks que sobrevolaban la hondonada. Su vuelo planeado era tan majestuoso que por un momento les seguí con la vista, maravillado.
Pero aquellas formidables carroñeras eran animales peligrosos, capaces de atacar a cualquiera de nosotros, e inmediatamente me puse sobre aviso.
Fue entonces cuando escuchamos el agudísimo chillido del piloto Jack Temple. Le vimos correr locamente cuesta arriba, resbalar en la terrera, incorporarse y continuar su veloz ascensión hacia la plataforma rocosa donde permanecía la aeronave a hélices que nos había traído hasta aquel lugar.
Temple se detuvo al borde de la profunda hondonada, desenfundó su pistola y disparó como un loco hasta agotar la carga de su arma electrónica. Inútilmente, pues los worrocks planeaban a más de setecientos metros sobre nuestras cabezas y los disparos de su arma no tenían alcance suficiente.
A todo esto, Temple seguía exhalando chillidos capaces de helar la sangre a la persona más indiferente.
De repente, desapareció. Comprendiendo que se encontraba fuera de sí, comencé a escalar la pendiente a toda la velocidad que mis cuarenta y un años me permitían.
Antes de lIegar arriba advertí que Bob Kimpling había tenido la misma idea que yo, con la diferencia de que era él quien había ganado Ia carrera.
Logramos alcanzar a Jack Temple en la carlinga de la «Mosca» a hélices antes de que el piloto despegase. Parecía evidente que Jack, perdida la razón, pretendía elevarse para perseguir desde el aire a los worrocks... En su estado de ánimo, lo más probable sería que se estrellase contra los picachos que circundaban la hondonada o que chocase contra las enormes carroñeras, lo que vendría a tener un resultado parecido.
Temple arrojaba espuma por la boca y se debatía como un diablo entre nuestras manos. Bruscamente, mordió a Kimpling, quien gritó entre dientes y apartó la mano desgarrada.
No tuve más remedio que golpear a Jack entre los ojos con un puñetazo fuerte y seco. Entonces puso los ojos en blanco y se derrumbó sin un gemido.
Poco después los demás se reunían con nosotros en la «Mosca», Bering curó su mano a Bob Kimpling y luego maniatamos al piloto en prevención de que, al volver en sí, continuase en su estado de loca excitación.
Contemplándole en silencio, Kimpling movió la cabeza.
—¡Pobre muchacho! —exclamó, sinceramente condolido—. El fuerte sol, primero, y la visión de esos pobres restos después, le han conmocionado tan fuertemente que ha perdido la razón, aunque sólo sea de forma transitoria.
Quizá Bob tuviera razón, pero días atrás, yo había visto cómo miraba Jack a Aretta Robin: era la suya una expresión amorosa, apasionada... Quizá Temple estaba enamorado de Aretta. Y ahora…
Me imaginaba que Jack sufriría horriblemente cuando volviera en sí y reconociera la horrible verdad. Durante algunos minutos había logrado contener sus sentimientos, mientras Bering, Kimpling y yo examinábamos los cadáveres. Y luego algo había estallado en su cerebro y se había desatado en un impresionante paroxismo de violencia, brutalidad y consternación.
Me sorprendí a mí mismo sintiendo aquella conmiseración hacia el teniente Temple. ¿Y yo, no era digno de lástima?
El ingeniero Summers vino a sacarme de mi íntima abstracción.
—Hay una nube de insectos sobre los cadáveres. Si no nos damos prisa en recogerlos, en pocos minutos apenas quedarán los huesos—dijo.
Capítulo II
Finalmente, me resigné a permanecer en vela el resto de la noche.
—Al diablo con todo —gruñí. Me incorporé, bebí un largo trago de licor y encendí un cigarrillo.
Las luces indirectas, de un tono azulado muy agradable, iluminaban suavemente mi cabina en toda su extensión. Era una estancia amplia, cómoda, acogedora: el blando y ancho lecho en el centro, los muebles metálicos empotrados de brillo mate, el cuarto de baño al fondo...
Añoraba la presencia de una mujer. De mi mujer .
—¿Para qué? —me pregunté—. Janice ya no existe, no es nada, ni siquiera un remoto recuerdo en mi mente. Yo la destruí. Y a su vez, ella me destruyó a mí…
Al diablo. Al diablo todo. ¿Responsabilidad por las muertes de Jock, Ruth y Aretta? ¿Por qué? Durante los tres meses que había durado la travesía desde la Tierra al distante Xantroo, yo había conseguido averiguar algo que había escapado al fino instinto de los experimentados psicólogos encargados de seleccionar a la tripulación del Cosmeagle-I. A saber: que las doscientas sesenta personas que viajaban a bordo de la colosal astronave componían una verdadera legión de desesperados.
Todos, uno por uno, teníamos motivos sobrados para odiar la vida, desde el hermético coronel Paul L. Wolfman, jefe de la astronave —es decir, yo—, hasta el más insignificante operario de a bordo.
Averiguar que todos éramos unos desesperados me llevó algún tiempo, pero finalmente no me cupo ya ninguna duda. Bastaba con observar la conducta de las personas que habíamos viajado hasta el planeta Xantroo, de Alfa—Centauro: todos éramos individuos introvertidos, huraños, silenciosos, malhumorados... Jamás pude captar una expresión de simpatía, de esperanza; de alegría o de compasión en aquellos rostros. Y cada una de aquellas expresiones ceñudas y cerradas podía volver a contemplarlas ahora de una forma muy simple: contemplándome a mí mismo ante el espejo.
Con fría sutileza, había sonsacado a algunos de ellos datos suficientes para refrendar mis observaciones. Por ejemplo, con gran esfuerzo logré saber que el doctor AlIan Bering había dejado morir a su propia esposa en una noche de borrachera: una simple apendicitis, pero...
(...)
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