Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 705.
(Bolsilibros "Futuro")
Cubierta: Sampere.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 60 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, en 1984.
Con índice bibliográfico: bacte1028.
25p.
(BE-2019)
Capítulo primero
En el campamento establecido al borde de la selva reinaba aquel día la tristeza. Incluso la alegre Marcia Campbell, la jovencita de color —la benjamina del grupo de exploración— permanecía en silencio. Sentada en el borde de una roca, escondía tercamente sus bonitas facciones entre las manos, concentrada en sombríos pensamientos.
Hombres y mujeres estaban diseminados indolentemente alrededor de las tiendas del campamento, sentados a la fresca sombra de los altos árboles que crecían al borde de la pradera.
En medio del campamento, ardía un hornillo a gas. La gran cafetera depositada sobre el fuego dejó escapar un agudo silbido de aviso, pero nadie se movió para retirarla.
La más profunda apatía y desesperanza se habían abatido sobre los expedicionarios. Se diría que aguardaran la muerte con la pasividad más absoluta.
Al fin, alguien se movió. Una hermosa mujer de silueta escultural, enfundada en una malla verde claro, que la cubría desde el cuello a los tobillos, salió de una de las tiendas, cruzó la explanada y apagó el fuego.
Su larga cabellera rubia ondeó al viento cuando vino hacia Marcia y le ofreció un vaso de café humeante.
—Vamos, pequeña. Tómatelo.
Marcia separó las manos de su rostro. Abigail Duncan, la mujer de los hermosos cabellos rubios, advirtió que Marcia había estado llorando.
—Anda, tómatelo. Está caliente. Te confortará.
Pero la benjamina del grupo denegó tercamente.
—No seas niña, Marcia. Esa actitud no es propia de una mujer consciente. No comiste nada ayer. Si continúas negándote a tomar alimentos, morirás.
Marcia alzó sus ojos negros y los clavó en los violetas, claros y limpios de Abigail.
—Yo quiero morir, Abi —murmuró, estremeciéndose.
Con toda la paciencia del mundo, Abi se sentó junto a ella, dejó el vaso de café sobre la roca lisa y pasó un brazo sobre los delgados hombros de Marcia.
—Todo se arreglará, ya verás. ¡Animo, pequeña!
Marcia se revolvió fieramente.
— ¿Cómo puedes decir que todo se arreglará? —protestó, con violencia—. Estamos aquí, en Re-Apharax, un planeta olvidado, abandonados a nuestras propias fuerzas... ¡Y tú crees que todo se arreglará! Lamouré, ese monstruo, acabará por exterminarnos a todos.
Mira a esos hombres, Abi, mira a nuestros compañeros. Están aterrorizados. Lamouré les ha metido el miedo en el cuerpo de tal manera que ninguno de ellos osaría enfrentarse a él.
Se ahogaba, tan intensas eran sus protestas.
Abi Duncan no dijo nada.
Comprendía muy bien el estado de ánimo de aquella jovencita. Jackson Washington Lamouré, uno de los ingenieros del grupo de exploración del planeta Re-Apharax, les había hundido a todos en la desesperación.
Inopinadamente, a los dos meses de llegar a Re-Apharax, Lamouré había asesinado a Jim Peterson, el jefe de la expedición.
Lo había hecho a sangre fría. Durante la noche, el gigantesco ingeniero negro penetró en la tienda de Peterson, que dormía profundamente, y lo estranguló.
Poco tiempo después, una tremenda explosión despertó a los expedicionarios y los arrojó, despavoridos, de sus tiendas de campaña las cuales fueron arrancadas de cuajo del suelo por la deflagración.
Cuando pudieron reaccionar, vieron venir a Lamouré. Lo reconocieron inmediatamente por su característica silueta: era el hombre más alto y musculoso del grupo, con dos metros y cuatro centímetros de estatura.
A contraluz de las llamas que habían prendido en el bosque próximo, advirtieron que Lamouré empuñaba uno de aquellos mortíferos fusiles-láser, cuya utilización estaba limitada a situaciones de grave riesgo.
Lamouré se detuvo ante el grupo formado por dieciocho hombres y veinte mujeres. Fue Ron Goodwind, el geólogo, el primero en reaccionar.
— ¡Jackson! ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está nuestra nave?
El fulgor que provenía del bosque en llamas era tan intenso, que Ron no podía vislumbrar las facciones del gigantesco Lamouré.
— ¿Nuestra nave? Ya no existe —pronunció fríamente.
Excitado, Ron Goodwind se acercó a él.
— ¿Qué has dicho? —gritó, descompuesto—. ¿Quieres decir que... tú has destruido nuestra astronave deliberadamente?
En la mancha borrosa que formaba el rostro de Lamouré apenas se percibía el destello de sus ojos febriles.
—Sí —confesó, sin un trémulo de emoción en su voz.
Goodwind dejó escapar un alarido y se abalanzó sobre él.
Abigail Duncan también exhaló un alarido de angustia. Estaba enamorada de Goodwind y sabía que Ron corría un gravísimo peligro.
Lamouré debía haberse vuelto loco; no había otra explicación para su temeraria y fanática conducta.
Y aquel gigante negro tenía un destructor fusil-láser entre sus manos crispadas.
Sólo algún tiempo después comprendió Abi los motivos que animaban al ingeniero a respetar la vida de Goodwind.
Ron ni siquiera llegó a tocar a Lamouré. La culata del pesado fusil lo golpeó salvajemente en pleno rostro y Ron cayó al suelo. Allí, Lamouré se ensañó con él. Le golpeaba a culatazos y a patadas como una furia, hasta que Abi lo atacó por la espalda temerariamente.
Lamouré se revolvió fieramente y Abi fue despedida a varios pasos de distancia Pero su intervención fue decisiva: Lamouré dejó de golpear al caído.
Lo vieron retroceder unos pasos y dirigir una mirada desafiante al grupo.
Earl Hughes, el médico del grupo, interpeló a Lamouré:
— ¿Te has vuelto loe», Jackson?
Su interlocutor dejó escapar una carcajada sardónica.
— ¿Loco? ¡Jamás estuve más cuerdo!
—Pero... ¡has destruido nuestra nave! Y con ella, nuestras esperanzas de volver a Detrah-Ximbell cuando termine la exploración de este planeta —expresó Hughes, consternado.
Una nueva carcajada resonó por encima del fragor del incendio.
—En efecto: jamás volveremos a nuestro punto de origen —declaró Lamouré—, Y ahora, permitidme que os explique la situación: a partir de hoy, yo seré quien dé las órdenes. Os aseguro que os necesito para llevar a cabo mis planes...
— ¿Qué planes? — preguntó Earl Hughes.
Lamouré lo miró, furioso.
— ¡No me interrumpas cuando yo hable! —advirtió, amenazador—. Yo os daré cuenta de mis designios, maldito wasp (1). Escuchadme: Re-Apharax es mío. ¿Para qué necesito a las gentes de Detrah-Ximbell? He decidido no volver a plegarme a los mandatos de la Confederación. Vosotros... podréis disfrutar del honor de pertenecer a un mundo nuevo: el Imperio de Re-Apharax.
Las palabras de Lamouré fueron calando lentamente en las mentes de los expedicionarios.
Evidentemente, el ingeniero había sufrido un ataque de locura. Pues ¿no era fanática demencia destruir el vehículo que podría devolverlos a la civilización de Detrah-Ximbell, no era absurdo aislarse en un mundo salvaje y hostil de por vida..., incluso erigirse en dictador de un imperio que no existía?
—Os necesito a todos para mis fines y pienso respetar vuestras vidas..., si vuestra conducta, de aquí en adelante, se muestra razonable. He quemado mis naves, sí. Era la única solución. De esta forma, nadie podrá salir de aquí. Estaréis obligados, pues, a vivir en este mundo. Si aceptáis esta idea, todo irá mejor para vosotros. —Describió Lamouré, con la solemnidad de quien está en posesión de una verdad trascendental.
—Pero tú no tienes derecho... —se atrevió a oponer el doctor Hughes.
Las brillantes facciones de Jackson Washington Lamouré se plegaron en un rictus de salvaje ira.
—Si vuelves a interrumpirme, wasp, te enviaré una descarga de potencia Tres, capaz de arrancarte el brazo derecho de cuajo — dijo.
Hughes palideció ostensiblemente. Y calló como un muerto.
Y Lamouré volvió a dirigirse al asustado grupo.
—Si por vuestras mentes ha pasado la idea de sorprenderme mientras duermo, desechadla. He tomado algunas precauciones: todas las armas están a buen recaudo y sólo yo conozco el lugar donde están escondidas. Antes de destruir nuestra astronave, saqué del hangar de a bordo un vehículo overcraft y algunos útiles y herramientas imprescindibles, que nos permitirán erigir una residencia estable y a prueba de los ataques de las fieras. En realidad, tengo otros grandes planes, que os iré exponiendo a lo largo de las próximas jornadas.
(1) Siglas de las palabras inglesas WHITE ANGLO SAXON PROTESTANT. Es decir blanco, anglosajón y protestante.
Aguardó a comprobar el efecto que sus palabras producían en el sobrecogido auditorio. Ni una voz se alzó para protestar. Ron Goodwind permanecía en el suelo, el rostro deformado y manchado de sangre, completamente inmóvil
—Ahora, buscad las tiendas y montadlas a unos centenares de metros del incendio. El fuego se extinguirá por sí mismo al llegar a los pantanos — indicó Lamouré.
Se alejó hacia las voraces llamas, pero se volvió unos metros más allá.
—Os he prevenido: no intentéis torcer el curso de los acontecimientos. Por si no lo habéis advertido, os diré que soy un insomne perpetuo. Es una característica de mi personalidad: puedo permanecer meses enteros sin dormir un solo minuto. Pero si alguno de vosotros sintiese la tentación de asesinarme a traición, debo deciros que no lo conseguiría. Ciertamente os necesito para culminar mis planes, pero a fin de cuentas puedo prescindir de algunos de vosotros —amenazó.
El grupo de exploradores permaneció inmóvil, viéndolo alejarse en la noche.
—Es... como una pesadilla —sintetizó Kathy Fortrow los pensamientos de todos—. Anoche nos acostamos rendidos por la fatiga. Y de pronto... todo ha cambiado. Lamouré se ha vuelto loco y ha cortado de raíz cualquier posibilidad de relacionarnos con las autoridades de la Confederación. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?
Lamouré había desaparecido y los expedicionarios, rota por un momento la tensión, se miraron entre sí y estallaron en comentarios excitados.
Un estridente alarido los sobrecogió. Abi Duncan se puso en pie y corrió al lugar donde Marcia Campbell se abrazaba desesperadamente al cadáver de Jim Peterson.
La joven se debatía en un ataque histérico y sus manos acariciaban frenéticamente las facciones negruzcas del jefe de exploradores.
—¡¡No, no, no...!! —gemía Marcia, arrebatada por un violento ataque de nervios....
(...)
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