Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 471.
Cubierta: Three Lións.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 30 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, abril de 1982.
Con índice bibliográfico: bacte425
25p.
(BE-1989)
Capítulo primero
A las cinco de la mañana, los últimos clientes abandonaron Caprice Club. Dos borrachines discutieron largo rato en el aparcamiento para decidir la cuestión de cuál de los dos debía conducir. Resolvieron el asunto por el sencillo método de cara o cruz y finalmente el coche se alejó describiendo graciosas eses a todo lo largo de la calle.
El portero dirigió un rápido vistazo al único coche que restaba en el aparcamiento. Luego volvió adentro y las luces se apagaron.
Al cabo, en medio del silencio de la madrugada, re piquetearon sonoramente unos tacones femeninos. La silueta de la mujer se recortó un instante a contraluz y luego se fundió en las penumbras que rodeaban el Buick azul.
La mujer, muy joven y rubia, abrió la portezuela y se dejó caer sobre el asiento con un tenue suspiro. Mecánicamente, hundió su mano derecha en la guantera, sacó un paquete de cigarrillos del que extrajo uno, lo puso en los labios y lo encendió.
Entonces, a l tenue resplandor de la llamita del encen dedor vio la silueta del hombre que ocupaba el asiento trasero. Y se volvió de un respingo.
—Pero ¡bueno! ¿Es que has permanecido ahí todo el tiempo? —exclamó ella, irritada.
— Si —respondió el hombre.
Dollie Hall golpeó con sus manos el volante. ¿No era para sentirse exasperada?
A las nueve de la noche, Dollie había dejado el coche en el lugar donde ahora se hallaba. Había penetrado en el Caprice Club, donde había trabajado como camarera durante ocho horas sin interrupción. Y él, Young, decía que había permanecido ocho horas sin moverse del co che.
Desde luego era un tipo de lo más raro. Tan pronto aparecía como desaparecía. Y rara vez decía nada ¡Pero era tan guapo, tan enigmáticamente atractivo, tan viril . !
—Empiezo a cansarme de ti, Young —dijo Dollie.
Mentía la mujer, pero a ella le gustaba aguijonearle, humillarle, exasperarle. Y siempre era ella la que resultaba humillada y exasperada hasta el límite .
—¿Por qué no te largas? —gruñó de repente, disgustada
— Sí, si tú lo quieres —respondió Young, sin alterarse.
Dollie se volvió, furiosa.
—¡Si, lo quiero! —gritó, crispada—, ¿Es que no lo comprendes, Young? Eres como un gato sumiso, silencioso . Te sientas junto a mí , permaneces callado largo tiempo. Me haces el amor si te lo pido, o me traes ci garrillos o champaña. ¡Pero nunca haces nada por ti mismo! ¿Es que no posees iniciativa, propia decisión ? ¡Vete ya! Me fatigas y me cansas. ¡Pareces un pelele!
El no dijo nada.
Se limitó a apoyar sus fuertes manos enguantadas en la manija de la portezuela y salió.
Ella esperó, fuman do furiosamente. Le miraba con l os ojos entornados, empapados de la silueta de aquel hombre.
—Eres magnifico, estúpido, y lo sabes —masculló, rencorosa.
Young se alejaba ya con paso calmoso, mesurado y fácil.
Era un hombre alto, suelto, bien proporcionado, de movimientos naturales, ágiles Cualquier traje le sentaba bien. Y sin embargo, se diría que cualquier ropa le molestaba encima.
Era extraño, Dollie lo sabía . Aquel hombre le atraía y tentaba. Pero, al mismo tiempo, su hierática actitud la impresionaba. Hubiera sentido miedo de él, de no saber que Young era solícito y amante, siempre fiel, siempre cercano, siempre a su alcance cuando ella lo quería.
— ¡Vete, vete, vete! —murmuró Dollie, entre dientes.
Arrancó con furor. Un chirrido estridente surgió de los neumáticos cuando el coche alcanzó la avenida y tomó la curva sobre dos ruedas.
Apretó el acelerador rabiosamente.
Pero miró hacia atrás, en contra de su voluntad: él caminaba despacio, sin prisas, siempre erguido.
Corrió y corrió como una loca. Se saltó dos semáforos, a punto estuvo de chocar contra un camión de recogida de basuras.
Y al cabo, el coche se detuvo en Limit Town, en las afueras. En menos de media hora había recorrido temerariamente casi treinta kilómetros a lo largo de la ciudad.
Apoyada sobre el volante, Dollie tomó aliento. A un paso estaba su chalet, la tibia cama... ¡ Qué larga se haría la noche sin la compañía fiel de Young!
Sollozó.
Amaba a aquel hombre. Y le odiaba, al mismo tiempo. Le odiaba por su pasividad, porque ella necesitaba un hombre que la dominara, aunque fuese por la violencia, a golpes inclementes.
No podía engañarse. Si en la nómina del Caprice Club constaba como camarera. Dollie también se plegaba a otras actividades menos confesables. Los hombres., y el dinero fácil, los regalos, la vida suntuosa, los vestidos.
Pero Young
Violentamente arrancó. Iba a buscarle No importaban los gritos anteriores, ni la brutal despedida, los insultos, los reproches.
Necesitaba a Young, ansiaba su presencia, su compañía.
Desanduvo a velocidad escalofriante el mismo camino que le había llevado a Limit Town.
Pero no le encontró. Incrédula, miraba las aceras, los parques, las cerradas tiendas y almacenes. Young no aparecía a la vista, Young no estaba.
Volvió tristemente a Limit Town. Con los ojos húmedos de llanto, evocaba emocionada l as caricias y los besos, y el bullir de la sangre, el deseo contenido, Y el placer.
Pero Young era algo más. Era comprensión, ternura, compañía. Ni un reproche, ni una expresión soez, ni una mirada despectiva... El siempre parecía taciturno, pero no era tristeza lo q ue había en sus ojos dorados, sino una especie de desilusión, de profunda decepción.
Era el compañero ideal. Y ella, torpemente, le había arrojado lejos de sí . ¿Qué mejor compañía para una mujer como ella?
—Jamás me pidió nada —recordó, estremecida—. No preguntó, no dijo una palabra. Tampoco yo pregunté. Pero ¿Qué importaba? El estaba conmigo, me cuidaba. Y el resto...
Las calles, solitarias, la entristecían profundamente, ahora que no estaba Young. Y sin embargo, cuando él la acompañaba en el coche, aunque siempre silencioso, ¡Dollie se sentía tan protegida y amparada!
Tragó sus lágrimas amargas.
«¡Si Young ya no volviera!», llegó a pensar, estremecida.
No apretaba el acelerador ya. La furia había pasado, y el coche rodaba suavemente por la vacía calzada flanqueada por olmos y eucaliptos.
El coche se detuvo. Dollie tomó su bolso, lo cerró. Los billetes se desparramaron sobre el asiento y ella los recogió sin ansia. ¡Qué más daba!
Salió y cerró. Caminó hacia el chalet.
Y luego resonaron l os rítmicos pasos a su espalda. Dollie se asustó, y giró.
—¡Young! —gritó, jubilosa.
Allí estaba el hombre. Caminaba a buen paso y el viento alborotaba sus rojos cabellos que brillaban a la luz de los focos como una llamarada.
—Young —gimió ella.
Incrédula, hinchó su pecho de aire y corrió hacia él.
Le abrazó, estremecida, tierna, agradecida, apasionada, muda.,,
¡Era él!
¿Cómo había llegado hasta Limit Town? A aquellas horas de la madrugada no era fácil tomar un taxi, Dollie lo sabía por dolorosa experiencia, No había autobuses, Metro, nada.
No valía preguntar. Cuando Dollie no comprendía algo y le interrogaba, Young clavaba en ella sus dorados ojos chispeantes y se encogía de hombros sin pronunciar palabra.
¡Qué más daba! Un misterio más. Young era así . Y así había que tomarle o... dejarle.
Le besó, apasionada,
—¡Lo siento, Young! ¡Créeme, lo siento tanto! Pero ya sabes cómo soy: impetuosa y loca.,, ¿Vienes? —susurró.
— Sí .
Le tomó, gozosa, de la mano.
Siempre l os guantes, pero qué importaba. En la noche, en el silencioso cobijo de la alcoba, Young se desnudaría, se despojaría de los guantes y cuando ella se lo pidiera, la envolvería en mil caricias turbadoras.
— ¡Vamos, vamos, hace frío! —le apremió. Y él caminó a su lado.
¿Frió?
Young nunca demostraba sentirfrió. Ni calor.
Abrió la puerta y entraron. ¡Qué grato era el calorcillo de la casa!
Dollie fue a la cocina, preparó unos bocadillos y ambos comieron en silencio.
Y luego, arriba prestamente.
Dollie entró en el cuarto de baño. Un momento después reaparecía envuelta en tul celeste.
Young se desnudaba lentamente. Los guantes lo último, como siempre.
Dollie le miró con ansia, con deseo, Y con amor ferviente.
Apagó la luz y murmuró:
—¿Me has perdonado, Young?
—Sí —respondió él, sumiso.
—Entonces, abrázame y ámame como sólo tú sabes hacerlo —murmuró en un susurro apasionado.
El hombre obedeció. Fundidos, susurraron entrecortadas frases hasta alcanzar el placer en oleadas.
Después, silencio.
Capítulo II
Voluptuosamente relajada, los ojos cerrados y la respiración tranquila ya , Dollie pensaba.
Pensaba en Young, que ocupaba el noventa y nueve por ciento de sus ideas y de sus sentimientos.
¡Qué extraño fue el primer encuentro...! Fue aquella tarde de últimos de setiembre. Claire, Ellen y Mary, tres de sus compañeras del Caprice Club, se habían empeñado en llevar a cabo un picnic en las proximidades de Bear Lake,
Partieron de buena mañana en la furgoneta del hermano de Claire. Durante los doscientos ochenta kilómetros del camino, las cuatro jóvenes bromeaban y charlaban alegremente, gozosas por sentirse liberadas en aquella mañana de finales del verano.
Luego la larga correría a lo largo de los caminos forestales, las canciones jubilosas, el murmullo de la brisa en las altas copas de los majestuosos pinos rojos y, finalmente, el inmenso Bear Lake.
Escogieron una pequeña pradera junto al lago y, tras media hora de desconcierto y lucha desenfrenada con barras de aluminio, lonas y vientos, la tienda quedó alzada.
Durante las primeras horas de la mañana, las cuatro jóvenes tomaron el sol apaciblemente, turbadoramente desnudas. Y hacia el mediodía corrieron hasta la orilla y se bañaron en las tibias aguas del lago, en medio de bromas, zalemas y grititos.
El almuerzo, suculento y abundante. Y luego, la siesta.
La temperatura había ido subiendo mucho a lo largo del día. A las tres de la tarde, el sol caía a plomo sobre el lago y convertía la superficie de las aguas en un baño esplendente de oro fundido.
Cada una escogió un lugar a la sombra, bajo las frondas de los gigantescos pinos rojos.
La laxitud, el calor, la música del magnetófono de Mary... El sueño llegó raudo y dulcemente.
Fue una lar ga siesta de verano. Al fin, Dol lie despertó bañada en sudor.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, sobresaltada.
A cinco metros de distancia, Claire la miraba, miedosa.
—No sé..., ¡parecía una explosión!
(...)
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