Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 494.
Cubierta: Desilo.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 35 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, 18 de octubre de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte356.
25p.
(BE-1992)
Capítulo primero
La mujer emergió del agua lentamente.
El primer rayo de sol de la mañana arrancó un relumbre rojizo de sus largos cabellos chorreantes.
Se tambaleó. Estaba totalmente desnuda, a pesar de lo cual no parecía sentir frío. Detrás de ella, una ola se estrelló en los rompientes y la roció con una fría ducha espumosa. El mar estaba muy agitado y las profundidades presentaban una tonalidad verdosa.
La joven escaló lenta y dificultosamente los escarpados acantilados, que rezumaban humedad. Luego alcanzó una plataforma y se introdujo en una caverna de poca profundidad.
Había, allí un gran bolso de plástico, Ella sacó sus ropas con ademanes desmañados y se las puso: una camiseta deportiva, un suéter azul, una falda del mismo color y después los zapatos de flexible suela.
Era muy joven, quizá apenas veinte años. Y verdaderamente hermosa: un rostro ovalado, tostado, frente abombada, cejas bien arqueadas, ojos grises, muy claros, nariz sensitiva, labios gruesos, muy sensuales...
Pero ahora sus facciones estaban transidas de dolor y de... espanto.
¿De dónde venía?
Si hubiera existido un observador, éste pensaría que ella, sencillamente, provenía del mar.
Pero tal cosa era prácticamente imposible con la mar alborotada y violenta, alterada por olas de seis metros, que venían a estrellarse con fragor contra los erizados rompientes. Sólo el hecho de haber tomado tierra en aquel peligroso lugar parecía ya una temeridad.
¿Habría naufragado en alta mar? ¿ O quizá se trataba de … una espía?
La muchacha cerró su bolso y se puso cansinamente en marcha. A la rojiza luz del amanecer, caminó paso a paso a lo largo de una vereda empinada y alcanzó la parte más elevada del roquedal.
Perfectamente oculto entre dos grandes rocas había un pequeño automóvil utilitario.
La mujer tiró de la portezuela, arrojó el bolso al interior y se sentó al volante. El motor arrancó en seguida y el pequeño vehículo rodó despacio, marcha atrás, hasta alcanzar un terreno más despejado. Desde allí condujo ya a lo Sargo de un camino polvoriento a través de una zona desértica y solitaria. Poco después alcanzaba la autopista.
Parecía trastornada por algún secreto motivo —en dos ocasiones estuvo a punto de rozar a un gran camión articulado—, pero de cuando en cuando se le escapaba una risita entre dientes.
’La calefacción del coche fue secando lentamente sus cabellos, que caían ahora en largos mechones, resecos y pegajosos.
Al llegar a la ciudad, se desvió para tomar un paso elevado y contorneó el centro urbano por la carretera de circunvalación.
Cuando se detuvo en aquella zona de chalets adosados, el sol lucía fuerte en el firmamento.
Un enorme camión estaba estacionado en las inmediaciones. Al bajar, dirigió una desvaída mirada al camión, pero luego tomó su bolso y se dirigió a uno de los chalets.
Moviéndose como una sonámbula, buscó un llavín en el bolso, consiguió introducirlo y abrió la puerta. Luego cerró a su espalda y atravesó un corto pasillo.
Un rudo hombretón de facciones vulgares dormitaba sobre el diván del comedor. El hombre debía tener unos treinta años, vestía un suéter sudado y unos descoloridos pant alones te janos. Sus botas, llenas de barro, habían manchado el tapizado acrílico del diván.
Como si presintiera la presencia de la mujer, el hombre se rebulló y abrió un ojo. Tosió con fuerza y se incorporó.
—; Al fin! —gruñó, malhumorado—, Cenicienta regresa a su hogar.
La mujer no dijo nada. Le miraba con los brazos caídos y una actitud indiferente. '
El hombre gruñó algo entre dientes, se puso en pie y se desperezó como un oso. Era un individuo membrudo, corpulento, que medía casi dos metros.
—¿No dices nada? —gruñó, destemplado—. Resulta que hace tres meses que no nos vemos y... ni siquiera me diriges una palabra amable. Pero ¿qué diablos te pasa? Pareces... una prostituta que hubiera trabajado sin descanso durante toda la noche.
Ella no se inmutó. El hombre siguió despotricando y cuanto más hablaba, más se iba encolerizando. De repente , caminó hasta la mujer, alzó una enorme mano y la derribó de una tremenda bofetada.
Un hilillo de sangre manó de l os labios de la joven, pero ella no hizo nada por restañárselo. Estaba allí, en el suelo, inmóvil e indiferente.
Al ver la sangre, el hombre se ablandó.
—¡Lo siento, lo siento de veras, pequeña Jean! Ven, ven conmigo —la había tomado por la cintura y la llevaba al lavabo—. Yo me cuidaré de ti.
Sacó una toalla de, papel, la humedeció en agua y, amorosamente, fue restañando la pequeña herida del labio.
Entonces él reparó en los cabellos rubios, secos y estropajosos.
—¿Dónde has estado? —la ira se apoderaba de él, a oleadas—. ¿Dónde diablos te has metido durante toda la noche? ¡Maldita sea! ¿Es que a estas alturas me vas a poner los cuernos?
La zarandeaba salvajemente y ella se debatía en los poderosos brazos del hombre como un muñeco desarticulado. En una de sus bruscas mutaciones, él se inclinó, acarició su rostro y la besó en la mejilla,
—Perdóname, soy unbruto; no volveré a pegarte, pero tienes que explicarme dónde has estado —la llevó mimosamente hasta el comedor y la recostó en un sillón—. ¡Por amor de Dios, Jean, tienes que- decirme algo! ¿No ves que estoy muerto de celos?
Era curioso ver a aquel hombretón, duro y musculoso como un cíclope, suplicando de rodillas a la débil mujer.
—Bebí... dema...siado —dijo ella con voz pastosa—. Estaba borracha y fui... a dar un paseo a... orillas del mar...
—¿A orillas del mar? ¿Es que no podías tomar una ducha, simplemente? —barbotó él, sorprendido.
—Fui a... los acantilados. Resbalé y caí al mar. Había mucho oleaje y... estuve a punto de morir ahogada.
El hombre tomó las finas manos de Jean y las besó.
—Conque era eso —musitó, arrebatado—. ¡Y yo te he golpeado...! Pero son los celos, ¡los celos! No puedo aceptar la idea de que otro pudiera poner sus manos sobre ti —se incorporó bruscamente y la miró—. Vas a dejar ese trabajo, ¿me oyes? Ya sé que en la oficina de Bradford hay gente honorable, que no hay peligro... Pero ya 110 es preciso que trabajes más. Durante estos tres meses mi camión apenas ha parado. De San Francisco a Las Vegas, de allí a Kansas City, a San Antonio, a Salt Lake City, a Seattle. He ganado suficiente dinero. Vamos a casamos —anunció con ingenua presunción—. ¿Estás de acuerdo?
—No puede ser, Bert —murmuró ella.
—¡Dios bendito! ¡No puede ser! ¿Quieres explicarme por qué? —chilló. Y se la quedó mirando, como si ella acabase de pronunciar la mayor herejía del mundo.
—No tenemos casa, ni muebles, ni...
—¡Al diablo con todo eso! Viviremos aquí, hasta que podamos tener nuestra propia casa. Y yo pagaré en adelante el alquiler de esta choza. ¡Los muebles! Este mes termino de pagar el camión: en adelante, ríos de «pasta» entrarán en nuestros bolsillos y tú dices que no puede ser... —se lamentó.
La tomó por la cintura, la acarició y la besó en los fríos labios, que sabían a sal. Poco a poco, el hombre su fue enfebreciendo; el deseo, tantos meses contenido, estalló bruscamente en él.
Vamos, vamos a la casa —susurró.
Pero ella se resistió.
Lo siento, Bert. No puede ser... hoy —dijo.
Bert la contempló de hito en hito, como si sospechase que ella estaba burlándose. Tres meses de abstinencia y ahora ella se negaba. Pero de repente lo comprendió y estalló en una carcajada.
—Ah, ya entiendo: el período. Maldita sea, ¿por qué tiene que coincidir «eso» precisamente con el día en que vuelvo a San Francisco? —la furia volvía otra vez. Dejó caer los brazos y suspiró—. Está bien, lo dejaremos... Escucha, voy a llevar manzanas a Las Vegas, pero sólo serán tres días. Espero que para entonces todo esté en orden.
Volvió a arrodillarse ante ella; parecía contrito y humilde.
—Escúchame, Jean. Soy un hombre como los demás... Y hay chicas bonitas en los bares de la ruta, pero yo sólo pienso en ti, ¿comprendes? —dijo.
—Sí.
—Estoy ansioso de ti, de tu cuerpo, de tus caricias... —en una brusca transición, que demostraba lo voluble y violento de su carácter, se puso en pie ágilmente y dijo—: Prepárame algo de comer, tengo hambre. Pensaba quedarme aquí todo el día, pero en estas circunstancias prefiero adelantar el viaje. Me marcharé en cuanto haya almorzado.
Como ella no se decidía a levantarse, Bert la tomó por la cintura y la llevó a la cocina.
—Vamos, date prisa; estoy hambriento —recomendó, dándole una palmadita en las nalgas. Y volvió al comedor.
Pensó que un poco de ginebra calmaría su apetito y abrió el mueble. Estuvo a punto de caer al tropezar en algo: el bolso playero de Jean, que estaba en el suelo.
Lo miró. La cremallera estaba a medio cerrar y dentro brillaba algo.
Perplejo, tiró de la cremallera y sacó la toalla. Dentro, algo tintineó con peculiar sonido metálico.
Metió la mano y miró aquel objeto. Sus ojos se desorbitaron al contemplar el macizo lingote de oro.
No podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Miró y remiró la barra de metal, de un kilo de peso aproximadamente, y buscó una marca en alguna de sus seis caras, pero no halló la menor señal.
Dentro del bolso había otros cinco lingotes idénticos.
Por un momento, Bert permaneció allí, mudo de asombro. Y luego, ya, la sospecha escarbó dolorosamente en su cerebro.
Violentamente, se puso en píe y corrió a la cocina. De un empellón obligó a Jean a volverse y mostró en la ruda palma de su mano dos de los lingotes.
—¿Vas a explicarme qué significa esto, pedazo de zorra? —gruñó, tratando de contener la ira.
—Los..., los encontré en la playa —respondió ella.
El bofetón de Bert la lanzó brutalmente contra la puerta que daba al diminuto jardín trasero,
—¡Te has prostituido, Jean, me has traicionado! —bramó el hombre, temblorosos los puños—. Y ésta —mostró uno de los lingotes— es la prueba de tu infidelidad. Dime, ¿quién es el que compra tu cuerpo con oro? Debe ser un tipo podrido de dinero, ¿no es cierto?
Los lingotes cayeron de sus manos y Bert se abalanzó sobre la mujer caída en tierra. La alzó de un brutal empellón y la abofeteó sin freno hasta que la propia mano del hombre se tiñó en sangre.
Retrocedió, jadeante y furioso, y contempló un momento a la mujer, que yacía en el suelo sin que un solo gemido brotase de sus labios.
Bert hizo un ademán iracundo con la mano izquierda y se ajustó el ancho cinturón de cuero.
—¡Al diablo contigo, Jean Wallace! —rugió fuera de sí—. Yo no tengo oro como tu amiguito, pero soy un hombre decente.
Salió de la cocina, recogió una pequeña maleta en el comedor y abandonó la casa dando un tremendo portazo, que conmovió toda la construcción hasta los cimientos.
Jean permaneció unos minutos inmóvil, alentando débilmente. Al fin se movió, apoyó una mano en los baldosines y se levantó con gran esfuerzo.
Sus manos...
(...)
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