Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 279.
Cubierta: Antonio Bernal.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 20 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, abril de 1982.
Con índice bibliográfico: bacte424.
25p.
(BE-2005)
Capítulo primero
Karah se encontraba en su camarote cuando una de las mujeres inferiores vino a visitarla.
—Antar-Re te espera en la Cámara de los Misterios —dijo la sierva.
Karah asintió, disimulando su ansiedad. ¿Cuánto tiempo hacía que deseaba la llamada de la anciana reina? Quizá desde el mismo instante en que la astronave abandonase el planeta Hirk, convertido en un mar de fuego y desolación.
Karah dirigió una última mirada crítica a la imagen que de su cuerpo le ofrecía el espejo.
Era una hirkita de raza superior, alta, fuerte, ágil y bella. Y como todas las mujeres nobles, estaba completamente desnuda.
Karah contemplaba su cuerpo con perplejidad, desde los sedosos cabellos rojos hasta los dedos de sus pies. Y se encontró tan bella que incluso sintió algo semejante al rubor.
Decidió abandonar su camarote. Antar-Re, la suprema mujer a bordo de la astronave, no podía aguardar.
Recorrió el pasillo y el ascensor la elevó hasta la cabina de la que jamás salía Antar-Re. Una sierva la guio hasta la puerta redonda de la cabina.
Karah entró y oyó el rumor de la puerta cerrándose a su espalda, mientras avanzaba a través de la inmensa estancia semicircular. En los muros metálicos se adosaban aquellos enormes aparatos de extraña apariencia que servían para gobernar y mantener la nave.
Nadie sabía hacerlo: sólo Antar-Re, la anciana. Sin embargo, la reina estaba enferma y decrépita y las mujeres de Hirk temían que un día u otro la inmensa astronave quedase sin gobierno.
Una voz profunda sorprendió a la joven:
—Acércate, Karah; estoy aquí.
Uno de los extraños aparatos giró. Parecía un sillón y disponía de un alto respaldo decorado con piedras raras que fulgían, cegadoras.
Un gemido de espanto escapó de entre los labios dela joven Karah.
Porque sus ojos contemplaban con incredulidad aquel remedo de mujer delgadísima, de piel descolorida y escamosa, cuyos brazos colgaban como dos tentáculos de larguísimos dedos descarnados. Las piernas..., ¡las piernas eran como huesos pintados de color carne y se plegaban sobre el asiento del sillón!
Pero la cabeza de aquel ser era todavía más impresionante: carecía de cabellos y el enorme volumen del cerebro destacaba como una enorme esfera de marfil.
En el cráneo, bajo la piel, Karah contempló aquella impresionante red de venosidades azuladas.
Unos ojos enormes, lúcidos y sagaces, ocupaban la mayor parte del rostro.
Bajo la finísima barbilla de aquel ser, colgaba un aparato metálico.
Karah trataba de dominar sus sensaciones, por encima del espanto.
—¿Eres tú..., Antar-Re, la..., la reina? —preguntó, tímida.
—Yo soy. Acércate. ¿Te impresiona mi aspecto? Lo comprendo. Pero no debes temer, Karah. Yo hablaré para ti y tú comprenderás. Ven.
Karah bajó los ojos e hizo la reverencia que sus instructores le habían enseñado, tras lo cual avanzó, vacilante, unos pasos.
Aquel pobre ser que tenía ante los ojos era Antar-Re la Sabia, la reina de las mujeres hirkitas que habían abandonado Kirk antes de la Deflagración.
Los ojos de la anciana tenían un poder de sugestión infinito.
—Te he llamado, Karah —dijo—, porque tú eres la primera de las Diez Elegidas. ¿Te hablaron tus instructoras, conoces tu misión?
—Algo..., algo he sabido, Antar-Re. Me han dado instrucciones extrañas, incluso... me han obligado a ponerme vestidos, como a las siervas —respondió.
Se oyó un gorgoteo sincopado: Antar-Re reía.
—Te extraña, lo adivino. Pero lo que ahora te parece raro, dejará de serlo pronto... Acércate más. Habla con franqueza. Me has visto, Karah. Puedes hablar e incluso palpar mi cerebro —invitó la reina.
Karah se estremeció por segunda vez. ¡Tocar aquel cráneo enorme, translúcido y carente de cabellos...!
Alzó, temblorosa, una mano y acarició la fina piel transparente. Bajo sus dedos, la joven palpó la textura familiar de la piel... ¡Antar-Re era un ser humano, al fin y al cabo!
Más tranquila luego, volvió a su asiento y se permitió alguna que otra fugaz mirada a aquel cuerpo disminuido físicamente. Observando a Antar-Re, podía deducirse que todas las potencias de aquel decrépito ser se habían condensado y aglutinado en el enorme cerebro.
—Habla ahora. Sé sincera —invitó la anciana.
—Pues bien: todo lo que me han enseñado me parece estúpido. Bedah-Shi me ha orientado sobre cómo comportarme con... los hombres. Pero yo jamás he visto un hombre, aunque la biblioteca de a bordo me haya mostrado que en la civilización de Hirk los varones eran esclavos, seres inferiores...
—Así era —asintió la Sabia, sin mover sus músculos faciales—. Sigue.
—Bedah-Shi pretende que sea... ¡humilde! con los hombres que encontraremos en el planeta al que nos dirigimos —protestó Karah.
Los ojos de la anciana fulgieron, regocijados.
—Ten paciencia, Karah. Tú eres muy joven aún. ¿Cuántos años tienes? ¿Ochenta, quizá noventa? —preguntó.
—Ochenta y dos, anciana reina —respondió la joven con orgullo—. He aprendido a contar los años, según la magnitud del tiempo del planeta hacia el que nos trasladamos.
—Pues bien, Karah; yo tengo quinientos cinco años, contados en esa misma magnitud. Soy muy vieja. Verás, las mujeres de Hirk raras veces suelen alcanzar más de los cuatrocientos años...
La voz profunda de la anciana siguió pronunciando claramente las palabras.
—Ahora, mi cerebro es poderoso y posee una riqueza de conocimientos que jamás podrías imaginar, Karah. Sé que las mujeres hirkitas cometieron un grave error al convertir a los hombres en seres inferiores, porque Krison-Re, nuestro supremo dios, creó iguales a hombres y mujeres. Ambos tienen funciones semejantes: perpetuar la especie. Yo misma... Bien, debo decírtelo: también yo fui joven y bella como tú. Y tuve muchos hijos: treinta o más. Yo te engendré a ti, Karah, tú eres una de mis hijas —confesó la anciana.
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mordió los labios. ¿Era posible que Antar-Re, aquel despojo humano, fuera su madre?
—Adivino tu zozobra, hija —siguió la reina—. Pero ahora debo hablarte de otras cosas... Cuando se produjo el Gran Cataclismo que destruyó Hirk, los hombres eran utilizados como animales. Servían para engendrar... mujeres, porque si nacía un varón se le sacrificaba inmediatamente en nombre de Krison-Re, ya que la supremacía del matriarcado hirkita lo exigía así. Cuando se produjo el cataclismo, los hombres fueron arrojados de los refugios y de las astronaves que se disponían a abandonar el planeta...
—¿Y... murieron todos? —preguntó Karah, impresionada.
—Casi todos. Sólo tres consiguieron esconderse en esta astronave. Uno de ellos era Jero-Ka, tu padre. Murió un año después de nacer tú, Karah.
La voz de la anciana se había ido tornando jadeante. Porque sus cuerdas vocales estaban resecas, deshidratadas a lo largo de quinientos años.
Sin embargo, los ojos brillantes de la anciana seguían teniendo vida. Y su cerebro adivinaba sin error todo lo que pasaba por la mente de la joven Karah: la hija de Antar-Re pensaba en los hombres, en aquellos seres extraños, peludos, torpes y lentos, con los que una mujer hirkita jamás hablaría de igual a igual.
CAPITULO II
Naturalmente, Karah jamás había visto a un hombre.
En la astronave faltaban los Ka —los hombres—, pero nadie parecía echarlos en falta. ¿Eran necesarios los hombres?
Karah había recibido enseñanza superior sobre biología y antropología. Pero aquellos estudios eran asimilados fríamente, sin otro interés que el puramente intelectual.
Era como estudiar a una especie desaparecida, extinguida. A los hombres se les conocía así, sin experimentar el menor sentimiento o entusiasmo.
Antar-Re acababa de mencionar que en la inmensa astronave habían penetrado tres hombres. Y los tres habían muerto muchos años atrás.
«Perpetuar la raza hirkita —pensó—. Tal es el motivo de un viaje que dura ya más de trescientos años.»
Pensó en los problemas que deberían afrontar. Las enormes cantidades de alimentos almacenados en la bodega de la astronave comenzaban a escasear.
De las seiscientas mujeres que embarcasen antes de que el planeta Hirk se deshiciese en hirvientes fragmentos, sólo vivían cuatrocientas, la mayoría viejas, próximas a morir.
Cada día quedaban más alojamientos vacíos en la astronave. Los cadáveres eran desecados en una máquina y las sustancias aprovechables se reconvertían en el magnífico laboratorio de a bordo.
Todo el espacio vacío había sido convertido en enormes plantaciones de vegetales comestibles de ciclo rápido. Había también una granja donde se criaban animales.
Antar-Re instruía a las mujeres de Hirk tan sabiamente que un gratnl (1) podía ser cebado en una semana y sacrificado en dos, produciendo carne y grasas para alimentar a quince mujeres hirkitas durante un mes.
(1)Lechón, cerdo.
Pero la energía de que disponía la astronave se extinguía, por lo que Karah podía comprender ahora en profundidad el inmenso problema que pesaba sobre los esqueléticos hombros de la reina Antar-Re.
Suspiró y alzó los ojos para contemplar de nuevo el voluminoso cerebro de la anciana, tres veces más abultado que el de la más inteligente mujer hirkita.
«Es mi madre, es una mujer», se dijo Karah. Y experimentó un soplo de compasión por aquella anciana que agotaba día a día su vida en sacrificio desinteresado por las mujeres de Hirk.
Antar-Re, silenciosa e inmóvil, debió adivinar todos aquellos pensamientos porque sus grandes ojos oscuros fulgieron con fuerza.
Karah se abandonó a la placidez del descanso sobre aquel cómodo sillón anatómico. Sus recuerdos, los recuerdos de su infancia, surgieron en su mente con extraña fuerza.
Bedah-Shi, que tenía trescientos años, le había ido mostrando los secretos de aquella gran astronave.
¿Por qué Bedah, que era una cultivada mujer Shi —de casta superior—, le hablaba constantemente de los hombres?
Bedah suspiraba por Kwa-Ka, su esclavo predilecto en el planeta Hirk.
—Nadie conoce con exactitud nuestro destino —solía decir en un instante de intimidad—. Pero me gustaría vivir en un planeta donde hubiera hombres.
Karah no comprendía aquella obsesión por los Ka, es decir, por los hombres. ¿Qué tenían los varones para ser tan continuamente recordados y deseados?
Cuando Karah alcanzó la pubertad, también ella comenzó a experimentar aquella obsesión por el tema hombre. A solas, en su lujoso camarote reservado a las mujeres Shi, leía absorta los libros de la biblioteca y analizaba todos los grabados e imágenes en que aparecían varones.
Llena de asombro, comparaba las diferencias anatómicas entre su propio cuerpo y el de un hombre.
Finalmente, cuando cumplió setenta años —primera juventud en las mujeres hirkitas—, Karah optó por relegar a un rincón de su memoria todo lo relacionado con el tema hombre.
A pesar de lo cual, no podía impedir en lo más profundo de su alma un cierto vacío difuso, vago, pero estremecedor. Era como si algo importante y trascendente se hubiera escapado de su propio ser.
Ahora, Antar-Re tenía algún proyecto encaminado a salvar a las mujeres que viajaban a bordo de la astronave, aquel mundo donde las más jóvenes habían nacido, crecido y madurado... sin esperanzas.
No era una simple nave aquel inmenso receptáculo donde se escondían los secretos de una civilización tan poderosa como la de Hirk... No lo era porque la sensación de flotar eternamente en el espacio la asemejaba a una isla varada... ¿dónde, exactamente?
—En el espacio —pronunció Karah, en voz alta.
—Sí —respondió la anciana, ya recuperada.
La joven miró a la reina, sorprendida.
—Flotamos en el espacio, hija mía —añadió la excelsa Antar-Re—. Pero no por mucho tiempo ya. Dentro de algunos meses, tú caminarás sobre un suelo firme y seguro, sobre la...
(...)
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