Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
93 páginas. + 1 hoja
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 657.
Cubierta: Martín.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 60 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, en1983.
Con índice bibliográfico: bacte764.
25p.
(BE-2010)
Capítulo primero
El doctor Lester McCuster llegó a su consulta del lujoso Grinwood poco después de las nueve de la mañana.
Con su habitual jovialidad saludó a la señorita Brown, su recepcionista, y penetró en su despacho. Dejó su portafolio sobre la amplia mesa funcional y pasó brevemente a una pieza contigua, de la que volvió unos minutos después tras cambiar su bien cortado traje veraniego por una blanquísima e impecable bata blanca.
Con un casi imperceptible suspiro, se dejó caer sobre su cómodo sillón giratorio tapizado en auténtico y flexible cuero azul, giró, descorrió la cortina que velaba el blanco ventanal posterior y fumó un cigarrillo mientras contemplaba, extasiado, el hermoso panorama que se divisaba desde allí.
Con los ojos cerrados, Lester McCuster hubiera podido describir minuciosamente el paisaje que se ofrecía a sus ojos: la arquitectura airosa en progresión descendente de los altos edificios de la zona comercial, la cinta ondulante del río, el humo de las chimeneas que difuminaba el horizonte hacia el sur, la gran mancha verde de Lincoln Park, a la derecha, la masa gris-azulada de Canyon Forest, hacia el este. Y, por fin, la silueta abrupta de la cordillera perdiéndose en medio de la neblina matinal, mucho más hacia Levante.
Sí, conocía perfectamente aquel panorama porque... lo había contemplado miles de veces. Cada mañana, en cuanto llegaba a su consulta, dedicaba los primeros diez minutos a abstraerse en la contemplación de la ciudad extendida a sus pies y sus atractivos alrededores. Para McCuster suponía un ejercicio relajante y fortalecedor. Aunque no sólo dedicaba aquellos diez minutos matinales a mirar al otro lado de los gruesos cristales. A veces, entre consulta y consulta, cuando se sentía especialmente fatigado y tenso debido a las preocupaciones de su trabajo profesional, McCuster solía tomarse un breve respiro para descorrer el fino velo de la cortina y calmar así sus nervios sometidos al stress. Y si durante su consulta mantenía velado el ventana! con la cortina, se debía al deseo de no distraer la atención de sus clientes.
Finalmente, aplastó el cigarrillo en un cenicero de cristal de roca, se acomodó tras la mesa animosamente y consultó la lista de visitas que la señorita Brown había dejado al alcance de su mano.
Inmediatamente, una docena de finas arruguillas se formaron en su despejada frente. Bajó la palanquilla del intercomunicador y dijo:
—Jenny, ¿se olvidó de ponerse en contacto con Mark Taburani? —en su tono vibraba un levísimo acento de reproche.
—Por supuesto que no, doctor McCuster —se oyó la voz de la recepcionista en el altavoz del intercomunicador—. Como usted me indicara en la tarde del viernes, telefoneé al domicilio del señor Taburani poco después de que usted se ausentara. Nadie tomó el teléfono. No obstante, insistí en la llamada poco antes de marcharme. Incluso puedo decirle más: suponiendo que usted se sentía preocupado por la no comparecencia del señor Taburani a la consulta de ese día por la mañana, volví a telefonearle al día siguiente, desde mi casa. El resultado fue idéntico: no pude hablar con él.
Distraído, McCuster acarició con un ademán impaciente sus aladares, allí precisamente donde los cabellos comenzaban a mostrar un brillo de plata.
—Eso es todo, Jenny. Naturalmente, le agradezco su interés —murmuró maquinalmente, ocupado su pensamiento en Mark Taburani.
—No significó ninguna molestia, doctor —añadió la recepcionista—. ¿Quiere que haga pasar ya a la primera cliente? Se trata de la anciana señora Foster.
—Un momento todavía, Jenny. Le avisaré en cuanto esté dispuesto.
Alzó la palanquita del intercomunicador, tabaleó impaciente con los dedos de su mano derecha sobre la brillante superficie de la mesa y finalmente descolgó el teléfono con la izquierda.
Marcó de memoria el número del teléfono de Taburani y aguardó con controlada impaciencia. Sin darse cuenta, su mano derecha abrió uno de los cajones de la mesa, extrajo el paquete de cigarrillos y se puso uno entre los labios.
¿Qué le ocurriría a Taburani? Una nueva crisis depresiva, probablemente. En los últimos meses, el famoso ex cosmonauta se había sentido muy inquieto y angustiado. Tanto que el psiquiatra había decidido finalmente fijar sus entrevistas con Taburani en una a la semana, cuando anteriormente el ex cosmonauta sólo acudía a su consulta una vez al mes.
Percibió un rumor en el auricular. E inmediatamente después la voz ronca y desprovista de interés de Mark Taburani:
—¿Quién es, qué diablos quiere?
McCuster se inmutó al escuchar la voz de su interlocutor.
«Dios mío —pensó—. Cualquiera diría que Taburani se siente desesperado.»
El desinterés, la angustia y la desesperación impregnaban la voz del ex cosmonauta. Sin embargo, el médico se apresuró a responder, consciente de que su interlocutor se disponía a colgar.
Con su voz más cordial y relajada dijo:
—Buenos días, Mark. Soy el doctor McCuster. Me sorprende usted, amigo mío. ¿Por qué no acudió a nuestra cita del viernes? Está bien, no me lo diga. Imagino que la tentación de gozar de un fin de semana cazando en la montaña fue muy poderosa e incluso disculpo que se olvidara de nuestra cita de los viernes. ¿Podría acudir a mi despacho esta mañana, Lester? Le prometo que no le haré esperar. Daré instrucciones a la señorita Brown para que le haga pasar a mi despacho en cuanto llegue. ¿Qué le parece?
Taburani permaneció en silencio. A través del teléfono, McCuster no pudo percibir otra cosa que su fuerte y violenta respiración entrecortada.
—Doctor McCuster —jadeó, finalmente—, no pienso volver a su consulta.
(...)
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