Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
95 páginas.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 295.
Cubierta: Antonio Bernal.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 20 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, febrero de 1981.
Con índice bibliográfico: bacte151.
25p.
(BE-1996)
Capítulo primero
Sandra despertó súbitamente y se incorporó sobre el lecho.
Sus dedos, largos y finos, palparon sus sienes. Sudaba a mares, se sentía completamente bañada en sudor.
¿Qué había ocurrido, qué venía a perturbar su sueño...?
—He estado soñando —murmuró—. He sufrido una pesadilla.
Pero, fuera, resonó un chasquido fuerte y luego se oyeron unos pasos precipitados, arrastrados.
La bella mujer rubia saltó de la cama. Semejaba una diosa nórdica, cubiertos sus finos y lechosos hombros por la dorada cascada de sus cabellos.
Apresuradamente se cubrió con una vaporosa bata el delicado negligee que vestía y abrió de un brusco tirón el cajón de una mesilla de noche empotrada en el muro.
Sus labios temblaban, pero su mano derecha empuñaba con firmeza la pistola plateada de larguísimo cañón.
Despacio, como una sombra, Sandra avanzó hacia la puerta de su dormitorio.
Su corazón latía desbocado cuando aproximó su oído a la madera y escuchó.
Nada se oyó durante unos segundos. Luego, bruscamente, algo rodó por tierra y unos cristales tintinearon sonoramente.
La mujer se decidió de pronto.
Apretó la manivela de cierre y abrió la puerta.
Alguien mascullaba sordas maldiciones en el suelo.
A la escasa luz que penetraba a través de las cortinas, Sandra pudo entrever el bulto caído en tierra.
—Quédese ahí —advirtió la mujer, tratando de evitar que sus labios temblasen—. Permanezca quieto o... dispararé a matar.
Se oyó un gruñido.
Y luego, incomprensiblemente, una larga carcajada que obligó a respingar a la mujer.
—No seas estúpida —pronunció una voz varonil, estropajosa—. Soy yo... Burt.
Sandra dejó escapar un gritito que expresaba mitad sorpresa, mitad desconfianza.
—Vamos, ¿qué esperas? —insistió el hombre—. Enciende la luz. Me he... caído. En la oscuridad, me enredé en una de estas malditas cortinas y...
Volvió a renegar, con voz vacilante y pastosa.
Entretanto, Sandra retrocedió despacio, palpó el muro y dio la luz.
Con expresión de intenso asombro, contempló al hombre que yacía en el suelo, curiosamente enredado en los jirones de una de las sutiles cortinas que velaban el gran ventanal que daba al jardín.
Se serenó un tanto al reconocer aquellas facciones morenas, juveniles y muy varoniles.
—¡Burt! —exclamó—. ¿Qué viniste a hacer aquí? ¿Cómo..., cómo conseguiste entrar?
El hombre era fuerte y atlético y de sendos tirones consiguió liberarse pronto de sus eventuales ligaduras.
Pero cuando se alzó del suelo, se tambaleó como un beodo y estuvo a punto de caer de nuevo.
—Has bebido, Burt. Te has emborrachado... ¿Por qué? —preguntó Sandra con reproche.
Los ojos azules de Burt la contemplaron fijamente durante unos segundos.
—Me...preguntaste cómo... conseguí entrar. ¿Olvidas que... tú misma me entregaste la llave de esta casa? —inquirió él, obsesionado.
Ella desvió los ojos.
Era cierto: la misma Sandra le había entregado una de sus llaves. Claro que entonces..., se sentía enamorada de Burt. Ahora, en cambio, sólo sentía por él algo semejante a la piedad.
Burt Cavendish avanzó dos pasos, vacilante.
Pero Sandra, al observar la expresión enloquecida del hombre, volvió a alzar su pistola.
—Quédate ahí, Burt —suplicó—. No debiste venir aquí... Me diste un susto de muerte. Escuchó un ruido, pensó que...
—¿Que era tu adorado Glen? —los dientes del hombre rechinaron desagradablemente.
—No es cuestión tuya. No tienes derecho ya a inmiscuirte en mis asuntos. Lo nuestro..., terminó.
Se había distraído un momento.
Y Burt se abalanzó sobre ella con una rapidez asombrosa para un hombre que se encontraba ebrio.
De un manotazo, Cavendish arrebató la pistola a la mujer y arrojó el arma al otro extremo del lujoso salón.
Luego, como dominado por la más intensa pasión, abrazó a la mujer y la besó en los labios.
Pero un momento después se retiraba, decepcionado. Porque los labios de la mujer no habían respondido a la encendida caricia.
—Tienes que apartarte de ese hombre, Sandra —exigió él con voz firme.
La mujer se desasió bruscamente.
—Eres tú quien sobra aquí, Burt —pronunció con voz deliberadamente helada.
Burt tragó saliva, con amargura.
Pero estaba decidido a llegar hasta el final. Sus labios se apretaron, tenaces, y sus fuertes manos morenas se tensaron.
—Antes quiero que sepas la verdad, pequeña Sandra, admirada doctora Summerfield —dijo con lentitud, conel deseo de que ella comprendiese sus palabras una por una.
—No voy a escucharte. Sé que odias a Glen, sé que vas a difamarle...
—No seas loca. Me conoces bien. Sabes que soy incapaz de mentir, que no puedo inventar una mentira..., ni siquiera para deshacerme de mi rival —insistió Cavendish.
Sandra tragó saliva.
Porque Burt decía la verdad. ¿Dónde encontrar un hombre tan noble y sincero como el que ahora realizaba tremendos esfuerzos por conservar el equilibrio?
—Está bien, Burt. Habla, di lo que sea. Y después, vete. Has perturbado mi descanso. Tú sabes que debo descansar perfectamente o mañana mis manos estarán torpes a la hora de manejar el bisturí —dijo.
—Lo sé, lo sé —respondió el hombre con urgencia—. Pero lo que tengo que decirte es tan grave que dudo mucho que mañana puedas realizar la más elemental operación quirúrgica.
Oyéndole, Sandra se estremeció a su pesar.
—¿Te refieres a la inestabilidad emocional de Glen? —preguntó, insinuando una sonrisa que se heló inmediatamente—. Ya me has hablado de ello suficientemente. Pero es normal... El accidente que estuvo a punto de costarle la vida le produjo una amnesia total. Ahora, Glen es como un niño..., un niño-hombre, que debe reconstruir su vida como si acabase de nacer.
Pero Cavendish denegó con un brusco movimiento de cabeza.
—No se trata de eso —dijo—. Tú le salvaste la vida mediante una complicada intervención quirúrgica al cerebro. Glen despertó en ti un curioso sentimiento maternal que tú confundiste con el amor. Y ello te ha cegado. Pero yo tengo los ojos bien abiertos y he podido advertir en él señales que me aterran...
—¡Estás loco, loco, loco, Burt! El despecho te hace ver lo que no existe... Glen..., es bueno, noble, elemental—gimió la mujer, cubriéndose el rostro con las manos.
La borrachera de Burt parecía haberse diluido por obra de algún extraño sortilegio.
Al escuchar los gemidos de la mujer, sus manos se tendieron hacia ella ansioso por abrazarla, por llevar a ella el consuelo.
Pero no llegó a tocarla. Porque comprendía que el estado de ánimo en que ella se debatía no era el más a propósito para iniciar un acercamiento.
—Ojalá fuera sólo el despecho —dijo él, al cabo, dejando que sus brazos pendiesen de sus hombros—. Pero mentiría si dijese otra cosa que la verdad.
Sandra apartó bruscamente sus manos del rostro.
—¿Cuál es la verdad? —preguntó, belicosa.
—Sentémonos —propuso Burt, apartando con el pie algunos cristales—. Creo que debemos afrontar la situación con la mayor serenidad.
—¡Siéntate tú, si te apetece! —respondió la mujer, colérica—. Responde ahora... ¿Cuál es la verdad?
Cavendish se dejó caer pesadamente sobre el mullido sofá tapizado en terciopelo azul.
Alzó los ojos y miró fijamente a Sandra.
—Confieso que si seguí a Glen durante los primeros días fue... por despecho. Soy un psiquiatra y te aconsejé respecto a tu paciente, por expreso deseo tuyo. Te hablé de ciertas anormalidades... Como su manía por devorar grandes pedazos de carne cruda...
—¿Qué revela eso? —chilló Sandra, encolerizada—. Existen miles de personas que se alimentan de carne cruda e incluso de pescado fresco, crudo, recién salido del mar.
Burt hizo un esfuerzo por conservar la serenidad de que había dado muestras en los últimos minutos.
—Es posible —aceptó—.Pero tú sabes que Glen ha dado pruebas de comportarse de forma anormal en múltiples ocasiones. ¿Debo refrescarte la memoria, Sandra?
—¡Tú le odias! —gritó ella, obsesionada.
Cavendish movió la cabeza, con tristeza.
—¡Dimejor que le temo. Mientras Glen se recobraba de la operación mediante la que tú le salvaste la vida, estuvo sometido a una rigurosa dieta alimenticia, recuérdalo. Una noche...
Sandra cerró los ojos, angustiada.
Y a su pesar hubo de recordar los sucesos de aquella noche de pesadilla.
Capítulo II
Burt había intentado reunirse con ella aquella tarde. Pero todo fue inútil: Sandra no se encontraba en su hotel. Ni siquiera Margie Smith, la enfermerajefe de la Memorial Clinic, pudo insinuarle la menor pista.
—Lo siento, doctor Cavendish. La doctora Summerfield abandonó la clínica hace más de dos horas. Ya sabe su teléfono de urgencia: WSK-4403. ¿Por qué no lo ha intentado?
Pero Burt había llamado media docena de veces al WSK-4403 sin obtener ningún resultado positivo.
—¿Dónde puede estar? —se preguntó, obsesionado.
Y la respuesta surgió pronta en su cerebro:
—En el Surgeon Club, calle 32.
Si Sandra Summerfleld se sentía fatigada, si necesitaba unos minutos de tranquilidad, suficientes para reflexionar, el Surgeon Club disponía de salas cómodas, casi desiertas, que invitaban al descanso.
El doctor Cavendish tomó un taxi y dio la dirección del Surgeon. Durante el trayecto consumió no menos de media docena de cigarrillos, lo que podía explicar, siquiera aproximadamente, la tensión nerviosa que le dominaba.
La razón de su urgencia en entrevistarse con la mujer de la que estaba locamente enamorado era obvia: el doctor Cavendish había tenido oportunidad de notar que Sandra se sentía obsesionada por algún problema que escapaba a la aguda percepción de Burt.
En el Surgeon Club, Burt no obtuvo una información muy satisfactoria.
—¿Miss Summerfield? Le pasé una comunicación telefónica procedente de la Memorial Clinic. ¿Urgente? Debía serlo, a juzgar por la precipitación con que salió al vestíbulo y pidió al conserje que sacaran su coche del garaje —le explicó la bonita rubia encargada de la centralita.
En cuanto oyó mencionar la Memorial Clinic, Burt tuvo un presentimiento.
Por fortuna, su taxi esperaba a la puerta del club, lo que hizo posible que veinte minutos después el doctor Cavendish alcanzara la Memorial Clinic.
Eran las diez de la noche.
Mecánicamente contestó a los saludos del portero nocturno y a la enfermera encargada de recepción.
En seguida, sin utilizar el ascensor reservado a los médicos, ascendió hasta la planta tercera, sección de Neurología.
La doctora Summerfield no había llegado aún. ¿Algún accidente en el trayecto?
No tuvo tiempo de seguir preocupándose, pues apenas penetrar en el largo pasillo de la sección de Neurología advirtió que algo insólito estaba ocurriendo: dos de los enfermeros de servicio sujetaban a una enfermera, al parecer presa de un ataque de nervios.
Tras atender brevemente a la señorita Harlow, la enfermera, Cavendish fue informado por los enfermeros:
—Es horrible, doctor. Ese hombre..., Glen, se ha mutilado de forma terrible. La señorita Harlow penetró en su habitación al escuchar sus... rugidos y sufrió un tremendo ataque de nervios. Por favor, ayúdenos, doctor. Ese hombre...
—¿Qué...? —inquirió el médico, ávido.
—No..., no puedo explicárselo con palabras. Mejor será que entre en la habitación y... lo vea con sus propios ojos —respondió el enfermero.
Cavendish miró al hombre, incrédulo. Pero vio sus facciones descoloridas y advirtió su extrema tensión nerviosa y comprendió que algo terrible había tenido lugar en la habitación ciento ochenta.
Con precaución, empujó la puerta y entró.
Sólo brillaba una luz tenue en la estancia.
En el lecho estaba Glen, aquel hombre albino, de estatura superior a la normal, facciones de belleza casi femenina, piel sonrosada...
(...)
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