Autor:
Kelltom McIntire.
Ed. Bruguera.
93 páginas. + 1 hoja.
Colección: "La Conquista del Espacio", nº 637.
Cubierta: Sampere.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio:50 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, mayo de 1982.
Con índice bibliográfico: bacte479.
25p.
(BE-1973)
...embargo, y según le había asegurado el director de la penitenciaría de Raff Gardens, jamás fumó en la prisión.)
Kent Gizzay fue interrogado inmediatamente. Pero las preguntas de los policías cayeron en un pozo sin fondo. El detenido no hizo ninguna declaración ni pronunció una sola palabra.
Parece lógico que los policías perdieran la calma ante su tenaz silencio y que, en consecuencia, Gizzay fuera objeto de malos tratos, pues cuando fue presentado ante el juez, el acusado presentaba señales ostensibles de haber sido sometido a tortura.
Sin embargo, el proceso siguió adelante. Había pruebas suficientes para acusar a Kent Gizzay de un quíntuple asesinato. Naturalmente, la opinión pública estaba excitada ante aquellos horrorosos crímenes: en una sola noche, el criminal había violado y asesinado a cinco mujeres distintas, todas ellas jóvenes y menores de dieciocho años. Un crimen imperdonable.
Por otra parte, Gizzay no llevaba encima documentos de identificación ni ningún objeto que sirviera para identificarle. Le fueron tomadas huellas dactilares y enviadas al registro central de Washington, pero ello no sirvió sino para establecer que Kent Gizzay no estaba fichado.
¿De dónde procedía, dónde vivía, cuál era su nombre, su estado, su situación ciudadana...?
La policía no logró averiguar nada al respecto. Gizzay, por otra parte, mantenía un hermético silencio. Ni ruegos ni amenazas sirvieron para romperlo. Ni siquiera el tercer grado y otros malos tratos a los que fue sometido por los agentes que le interrogaron. Kent Gizzay seguía callando.
Sólo cuando por enésima vez le fue formulada aquella pregunta: «¿Tu nombre completo?», el detenido murmuró algo entre dientes.
—¿Qué ha dicho? —gruñó el policía que dirigía el interrogatorio.
—No sé —respondió otro—. Le he oído algo así como Kent Gizzay.
Y anotaron ese nombre en su ficha policial.
Dada la psicosis habitual en el país, la policía sospechó que Gizzay era un espía soviético.
En consecuencia, el preso fue entregado a los servicios de contraespionaje, que le «trabajaron» a conciencia durante un mes.
Ni la tortura —incluido el tercer grado—, ni el tratamiento a base de drogas obtuvo éxito. Finalmente, los servicios de contraespionaje devolvieron a Kent Gizzay a las autoridades que le hablan detenido.
Fue procesado como autor de un quíntuple asesinato y otras tantas violaciones y condenado a muerte. Su abogado, un hombre que dudaba de la culpabilidad de Gizzay, elevó una petición de indulto al presidente de la nación y éste concedió la condonación de la pena máxima por la cadena perpetua.
Ahora, sobrevolando a seiscientos metros de altura el autocar rojo que conducía Kent Gizzay, Klondike se preguntaba cómo era posible que la policía no hubiera podido establecer claramente la identidad de aquel criminal.
—Quizá Michael Gould tenga razón y Gizzay sea un perturbado mental. Y si esto es cierto, las reacciones de ese individuo serían imprevisibles —reflexionó.
¿Por qué había optado Gizzay por escoger un autocar primado para emprender la huida? Esta misma resolución apunaba un cierto desequilibrio mental por parte de aquel individuo, puesto que le hubiera sido mil veces más fácil escapar robando un automóvil o una furgoneta.
—¡Eh! —exclamó en ese momento Chardum—. ¡El autocar está aminorando la marcha!
Klondike se inclinó hacia adelante y miró abajo.
Era cierto. El autocar se aproximaba a una estación de servicio situada a la entrada de la ciudad de Wheeling.
Un minuto después, el vehículo rojo abandonaba la autopista y se detenía paulatinamente en la estación de servicio.
—¡Baje! —ordenó Klondike al piloto del helicóptero.
El aparato descendió casi verticalmente y se inmovilizó en el aire a unos cincuenta metros de distancia.
—¡Un hombre acaba de bajar del autocar! —exclamó el ansioso Ted Chardum.
El hombre que acababa de abandonar el autocar rojo era el chófer, Edmond Fray. Según pudo apreciar Klondike, Fray charlaba con un mozo de la gasolinera y señalaba hacia el autocar donde aguardaban los ancianos y sus dos cuidadoras.
—¿Qué esperamos? —susurró Bob Thorpe, impaciente—. ¡Esta es nuestra ocasión! Gizzay lleva conduciendo cuatro horas sin descansar. Debe sentirse envarado, dolorido. ¡Quizá baje a estirar las piernas! Y en ese momento, nosotros...
Ron Williams no decía nada, pero apretaba firmemente la corta metralleta MIO entre sus fuertes dedos. Parecía ansioso por apretar el gatillo.
—Serenaos —pronunció Klondike, autoritario—. Observa remos desde aquí. Si Gizzay baja del autobús, yo decidiré lo que haya de hacerse.
Thorpe apretó las mandíbulas, decepcionado y furioso. Pero no se atrevió a hacer nuevas propuestas a su jefe.
Abajo, el mozo de la estación de servicio estaba llenando de combustible el depósito del autocar rojo, mientras Edmond Fray contaba los vales de gasolina.
Una cabeza de cabellos plateados apareció por una ventanilla de la izquierda y escrutó las alturas.
—¡Gizzay! —gritó Ted Chardum—. ¡Es él, mírenlo!
Miró Klondike fijamente y preguntó:
—¿Me permite que le tire, jefe? Estoy seguro de acertarle fui el mejor tirador de mi promoción.
Pero Peter Klondike denegó con un rictus de severidad.
—Ni se le ocurra, Ted —advirtió—. Es posible que le alcanzase, pero si fallase Kent Gizzay sabría a qué atenerse sobre nuestras intenciones. Y su revancha sería terrible. ¿Ha olvidado ustedes que Gizzay tiene en su poder a cincuenta ancianos indefensos?
Chardum desvió la mirada.
En aquel momento, Edmond Fray ascendió al autocar; el vehículo se puso en marcha.
—¡Ese maldito criminal! —rugió Rom Williams—. ¿Es que no va a parar nunca? ¡Esos ancianos necesitan descanso Además, la temperatura pasa ya de los treinta y cinco grados. ¡Los pobres viejos se van a asar ahí dentro!
—El autocar dispone de...
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