Colección: "La Conquista del Espacio", nº 453.
Cubierta: Salvador Fabá.
Rústica.
15x10.5 cms.
Precio 30 pesetas.
El autor:
Kelltom McIntire (seudónimo de José León Domínguez) nació en Higuera la Real, en 1937.
Ejemplar adquirido en "El Rastro" de Madrid, febrero de 1983.
Con índice bibliográfico: bacte679.
25p.
(BE-1988)
Capítulo primero:
—Ellos estuvieron aquí.
—¿Quiénes son exactamente, Martin? —indagó perplejo el coro nel Cadwell.
—¡Ellos! ¡Ellos estuvieron aquí, en mi cabina! —repitió Tom Martin, obsesionado.
Temblaba convulsivamente y sus demacradas facciones estaba n tan tirantes como el cuero de un tambor.
El atlético coronel Cadwell se inclinó sobre el ingeniero.
—Tom —dijo en un susurro—. Creo que has estado bebiendo.
Ruth Sheferian tomó impulsivamente al coronel por un brazo.
—¿Cómo puedes decir tal cosa, Frank? —exclamó, dolida—. Ba s ta observar a Martin para comprender que algo horrible acaba de sucederle. ¡Mírale! Un hombretón de casi cien kilos convertido en pocas horas en un..., en un saco de huesos.
El ingeniero seguía agitándose violentamente en el lecho. Y murmuraba machaconamente:
—Ellos estuvieron aquí. ¡Estuvieron aquí en esta misma cabina! Y ella... ¡era fascinante!
La doctora Sheferian y el coronel Cadwell volvieron su atención al infeliz Tom Martin.
La noche anterior, Martin s e había ido a la cama después de una agotadora jornada de trabajo.
Inexplicablemente, el reactor número 1, principal fuente de energía de la Mars Experimental Base , había dejado de funcionar. Martin y los técnicos habían empleado dieciocho horas ininterrumpidas en realizar un exhaustivo chequeo del generador nuclear. Por desgracia, todos los esfuerzos del ingeniero y su equipo habían sido inútiles.
La carga atómica estaba intacta, todos los elementos del reactor aparecían en orden, pero... el generador había cesado bruscamente de producir energía eléctrica.
Y ahora...
Según la doctora Sheferian, Tom Martin estaba a punto de morir, víctima de una agudísima anemia.
—¡Ella! —exclamó Cadwel l , maravillado—. ¿Te refieres a Ada Winters, Tom ?
Martin desorbitó los ojos.
—¡No! Era mil veces más bella... Sus ojos dorados parecían oro bruñido. Y su cuerpo... algo tan maravilloso y perfecto como jamás hubiera soñado. Llegó hasta mí y... me acarició. Me..., me rendí.
Frank miró a la mujer.
—¿Entiendes algo de esto, Ruth? —preguntó en voz baja.
—No. Cualquiera pensaría que se trata de un delirio. Incluso yo misma llegaría a la conclusión de que Tom se ha vuelto loco..., si no se diese el hecho cierto de que este hombre ha perdido kilos de peso en pocas horas —respondió la guapa Ruth Sheferian con expresión sombría.
Las constantes clínicas de Tom Martin comenzaron a disminuir minutos después. Tras la loca exaltación a la que había asistido c o mo testigo el coronel Cadwell, el pulso del ingeniero disminuyó de forma impresionante y su respiración se tornó silbante y estertorosa.
Inmediatamente, la doctora Sheferian auscultó al enfermo con un estetoscopio electrónico.
—Pulmonía —declaró con voz grave. E hizo venir a las enfermeras Hyery López.
Con toda urgencia, a Martin le fue aplicado un respirador artificial. A pesar de lo cual fallecía a las 6,30 de la mañana, hora de Ma r te.
Su muerte produjo una gran conmoción en la Base Experimental de Marte, no sólo porque Tom Martin fuera un hombre sencillo y cordial, muy querido de las doscientas personas que componían la dotación de la base, sino por las extrañas circunstancias en que se había producido su fallecimiento.
Algunas horas después, tras llevar a cabo la autopsia del cadá ver, los restos mortales del infeliz Tom Martin fueron incinerados en el horno eléctrico del hospital, tras la celebración de un breve funeral que dirigió el reverendo John Parkins, que aparte de atender espiritualmente a la dotación de la base, prestaba en ella sus servicios como biólogo.
Terminado el fúnebre oficio religioso, el coronel Cadwell se entrevistó con la doctora Sheferian.
—Bien... ¿Cuál es el resultado de la autopsia? —preguntó, so m brío.
Ruth observó fugazmente la expresión del coronel.
Incongruentemente, pensó en aquel instante que Frank Cadwell era un hombre muy atractivo; aunque de mediana estatura, Cadwell era muy proporcionado, de aspecto atlético, ojos azules, tez bronceada y unos cabellos crespos atractivamente grises.
¿Cómo un hombre de treinta y cinco años había encanecido de forma tan absoluta?
Corrían algunos rumores que pretendían explicar los cabellos de plata del coronel Cadwell: alguien aseguraba que Frank había encanecido como consecuencia del encuentro con raros extraterrestres en el planeta Tildrich [1] . Otros pretendían que la canicie de Cadwell se había producido súbitamente cuando todos los tripulantes de la astronave Inquirer II murieron en circunstancias alucinantes víctimas de un virus desconocido. Quienes daban esta explicación, aseguraban queFrank Cadwell se había visto obligado a viajar durante ochenta y tres días en solitario. O mejor, acompañado por los cadáveres de trescientos tripulantes del Inquirer II. En fin, otros aventuraban la posibilidad de que el coronel hubiera salido del vientre de su madre con los cabellos de color plata...
—¡Ruth! —exclamó Frank, ya impaciente—. Es la tercera vez que te pregunto por el resultado de la autopsia de Tom Martin.
—¿Eh? Ah, lo siento, Frank, me había distraído —se disculpó la doctora Sheferian—. La muerte se produjo por colapso cardíaco, provocado por anemia aguda e insuficiencia respiratoria.
Frank encendió un delgado habano con firme pulso.
—¿Eso es todo?
Ruth palideció primero y se ruborizó después... ¿Cómo explicar ciertas cosas al hombre del que estaba enamorada?
Carraspeó aturdida. Y luego, adoptando el tono más profesional que pudo, dijo:
—Creo que no te lo expliqué antes de que Tom muriera... Bueno, me resulta embarazoso hacerme entender en..., en esta ocasión...
Cadwell lanzó una bocanada de humo al aire.
—Tienes razón. No te entiendo. ¿Por qué no hablas claramente?
La doctora Sheferian tragó saliva.
—Está bien, lo intentaré. Cuando la enfermera Hyer me avisó acerca de la indisposición de Martin, ordené que fuese ingresado en el hospital. Pero Hyer me hizo observar algo: Tom... ejem... había eyaculado unas treinta veces.
Cadwell se atragantó y el fino habano salió despedido sobre la mesa del despacho de la doctora.
—¿Qué Martin eyaculó... treinta veces... seguidas? —tartamudeó.
Ruth desvió la mirada.
—Si alguien me hubiera asegurado algo así, le hubiera llamado embustero. Soy doctora en Medicina y Cirugía, peroné he licenciado también en Genética, como tú sabes. Según mis conocimientos, es imposible que un hombre alcance ese número de eyaculaciones continuadas. Por desgracia, es verdad. Yo misma pude comprobarlo, ante la insistencia de Hyer. La autopsia me permitió, luego, advertir que sus órganos genitales habían sufrido una inquietante transformación, como consecuencia de la asombrosa actividad sexual. Ahora ya sabes cuál fue la causa de la muerte de Thomas Martin.
Callaron.
Frank había recuperado su cigarro y mordisqueaba, perplejo, la punta.
Miró a Ruth. Comprendía el embarazo de la joven doctora Sh e ferian. Una guapa pelirroja de veinticuatro años, soltera, y que, al parecer, no poseía apenas experiencia en la relación con el sexo masculino.
—Es asombroso —murmuró al fin. Parecía que Cadwell hablara consigo mismo—. Cuando me hiciste venir al hospital, cuando escuché a Tom... ¿Recuerdas sus locas frases? Ellos estuvieron aquí... Habló también de una mujer. Dijo: Ella era fascinante... Mil veces bella... Sus ojos parecían oro bruñido... Y su cuerpo... algo tan maravilloso y perfecto como jamás hubiera soñado... Llegó hasta mí, me acarició. Me re n dí...
Ruth asintió con el gesto. Pero permaneció silenciosa, con la vista fija en el panel luminoso del techo.
—¿Crees que Martin sufrió un delirio, como consecuencia de la fatiga? —preguntó el coronel.
—No lo sé —respondió la doctora, abstraída. Y añadió—: Cuando Hyer me guio hasta su cabina, percibí una extraña sensación. Incluso me volví cuando me inclinaba ya para observar a Martin. T e nía la sensación de que varias personas me observaban. Sin embargo, no vi a nadie. En la cabina, en ese momento, sólo estábamos la enfermera Hyer, Tom Martin y yo.
—Sigue —pidió Frank, profundamente interesado.
—¿Qué más puedo decirte? Era una sensación molesta como... Como cuando un desconocido lee en tu periódico tras de ti. Había una atmósfera cargada, saturada de magnetismo..., ¡no sé cómo explicarme! Susan Hyer, que es de ordinario una mujer serena y templada, también se mostraba anormalmente nerviosa. Ella misma me lo advirtió.
Inquieta, se retorció las manos y miró a Cadwell fijamente.
—¿Qué piensas tú de todo esto? —quiso saber.
Cadwell aplastó el cigarro sobre un cenicero de cristal.
—¿Qué puedo decirte? Es algo... intranquilizador. Veamos: en primer lugar, el reactor uno deja de producir energía... sin que hayamos encontrado una explicación razonable hasta ahora. Luego, la escalofriante muerte del pobre Tom...
Ruth se puso impulsivamente en pie.
—Frank, ¿no se te ha ocurrido pensar que las palabras de Tom fueran algo más que el producto de un delirio? —exclamó, insegura.
También el coronel se incorporó.
—¿A qué te refieres exactamente?
—La frase que Martin repetía de forma obsesiva: Ellos estuvieron aquí.
—Fantasías, Ruth. La Base Experimental cuenta con sofisticados equipos de seguridad que impiden de forma muy eficaz la intrusión en las instalaciones de cualquier extraño. Mi Security Group está formado por hombres escogidos muy hábiles y capacitados, conscientes de la importancia de su función.
Cadwell encendió un nuevo cigarro.
—Por otra parte —continuó—, hemos comprobado exhaustiva mente que este planeta está deshabitado...
—Pero la estación de seguimiento ha detectado en diferentes ocasiones l a presencia de cuerpos extraños, de considerable volumen, en la atmósfera de Marte... —observó la doctora Sheferian.
—Es cierto. Pero ninguna de las alarmas tuvieron resultado positivo —opuso Frank—. En dos ocasiones, se trataba de otros tantos bólidos que se estrellaron contra la superficie de Marte. Admito que en otros casos no pudimos explicarnos satisfactoriamente la detección por el radar de tres objetos de cierto volumen, pero... la alarma pudo deberse a simples fenómenos atmosféricos.
Ruth se cruzó de brazos.
—Según tú, todo está en orden. A pesar de lo cual, un hombre ha muerto en circunstancias que no tienen explicación. Lo siento, Frank, pero confieso que yo misma me siento muy inquieta.
Cadwell sonrió.
—Tú eres la primera autoridad en Medicina de la base. Sin embargo, me atrevería a aconsejarte que tomes un sedante y te vayas a descansar. Comprendo tu estado de ánimo después de la muerte de Martin. Ve a acostarte. Cuando despiertes te sentirás mejor —aconsejó a la mujer.
Pero Ruth le detuvo con un gesto.
—Olvidé decirte algo, Frank. Cuando realizaba la autopsia del cadáver de Martin, observé que su mano derecha estaba firmemente cerrada. Tras el rigor mortis, me resultó muy difícil abrir sus dedos, pero finalmente lo conseguí. Esto fue lo que encontré en su mano.
Cadwell tomó, con estupor, la gruesa piedra facetada.
La observó con atención. Parecía un diamante negro, una durísima piedra de brillo opaco y denso.
—¿Qué es esto? —preguntó, perplejo.
CAPÍTULO II
El fenómeno había tenido lugar seis meses atrás. Es decir, en pleno invierno del planeta Marte.
La escasa cantidad de agua del planeta se había congelado sobre los Polos y el resto de la superficie de Marte aparecía por entonces árida y helada, cuando los termómetros exteriores de la Base Experimental llegaban a alcanzar temperaturas de hasta cincuenta grados bajo cero.
Ocurrió en la noche del 9...
No hay comentarios:
Publicar un comentario